Ellen ‘t Hoen, la experta en patentes medicinales que exige aplicar el modelo del SIDA en las vacunas contra el COVID
Más de un año después del comienzo de la pandemia, las vacunas se convirtieron en la única esperanza de la humanidad a la hora de imaginar un retorno a la vida tal cual la conocíamos antes del COVID-19. Su elaboración en tiempo récord, la variedad en las tecnologías aplicadas y la alta efectividad demostrada en los países con procesos de vacunación más avanzados han puesto de manifiesto, una vez más, las enormes potencialidades del desarrollo científico y tecnológico.
Pero al mismo tiempo han quedado expuestas las profundas inequidades de ese desarrollo: mientras que un puñado de países ricos tienen ya vacunada a cerca de la mitad de su población, la gran mayoría de las naciones pobres apenas empezó a aplicar las primeras dosis.
No se trata de un problema exclusivamente ético. El tiempo, en un contexto pandémico, juega en contra de la posibilidad de hallar una salida debido a que, en la medida en la que el virus siga reproduciéndose, las mutaciones son cada vez más frecuentes y amenazan la efectividad de las vacunas. Algo que, a la larga, puede terminar afectando también a los países que hoy parecen a salvo por lo avanzado de su plan de inoculación.
En ese cuadro, la incógnita que desvela al mundo es cómo acelerar la producción y la distribución de vacunas. Son cada vez más las voces que creen que la respuesta sería liberar las patentes, habilitando a laboratorios de todo el planeta a fabricar las fórmulas que ya se sabe que son efectivas.
¿Qué son las patentes y cómo se relacionan con la producción global de vacunas y de medicamentos? ¿Qué consecuencias tendría realmente suspenderlas? ¿Hay propuestas alternativas para regular la producción y la distribución de estos bienes esenciales? Ellen ‘t Hoen, una de las máximas expertas mundiales en la materia, respondió estas y otras preguntas en una entrevista con Infobae.
Desde hace 30 años, esta abogada holandesa —que además es autora del libro Patentes privadas y salud pública (2016)— estudia el papel de la propiedad intelectual en el mundo de la medicina y la farmacología, e interviene activamente en los debates del momento, con propuestas ambiciosas para facilitar el acceso a medicamentos y vacunas. Además de haber formado parte de Médicos Sin Fronteras, fue directora del Fondo de Patentes de Medicamentos y actualmente dirige la organización Leyes y Políticas de los Medicamentos.
—Para comenzar, ¿podría explicar, de una forma sencilla, cómo funcionan las patentes?
—Las patentes son concedidas a cambio de innovaciones y confieren cierto valor a quiénes las poseen. Cuando alguien tiene una patente, tiene el derecho de excluir a otros de hacer uso de su invento. Es por eso que algunos dicen que es un derecho negativo. También se puede conceder a otros el derecho a usar dicho invento, pero la idea básica es que se entrega un monopolio temporal a alguien que ha inventado algo y que ha gastado tiempo y dinero en hacerlo, para que, por cierto período, tenga la posibilidad de ser la única persona en explotarlo, de modo que esa inversión pueda ser recompensada. Suena como un sistema bastante justo. Pero, por supuesto, viene con costos para la sociedad.
—¿Cuáles serían los costos en el caso de las patentes en la industria médica?
—En el caso de la medicina, el costo detrás del sistema de patentes es aún más alto. Porque al tener un monopolio, los fabricantes pueden usar este derecho para maximizar los precios, y eso conduce a la especulación. Ya no estamos hablando de obtener un beneficio económico, sino de especulación. Eso puede provocar que la gente no tenga acceso a las innovaciones, aunque las necesiten. Por eso es que hay tanto debate en torno a las patentes de los medicamentos. Hoy en día duran un mínimo de 20 años y son concedidas para todos los campos de la tecnología utilizada.
—¿Esto funcionó siempre de la misma manera?
—En el pasado no era así. Cambió con la adopción de nuevos parámetros de propiedad intelectual por parte de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995. Antes algunos países elegían, por ejemplo, no otorgar patentes por productos médicos. Quizás las otorgaban por los procesos, pero no por los productos. India ha hecho eso por un tiempo muy largo; Argentina tampoco dio patentes a las farmacéuticas por mucho tiempo; tampoco lo hacía Brasil. Ese tipo de flexibilidad o de diversidad en la aplicación de la ley de patentes desapareció con la adopción de los acuerdos de comercio de 1995.
—¿Cómo influyó este régimen de patentes durante la crisis del sida?
—Las consecuencias negativas de las patentes en medicamentos se volvieron internacionalmente muy visibles en el punto más alto de la crisis del sida/VIH, a fines de los años 90. Las medicinas antirretrovirales eran accesibles sólo en los países ricos, pero donde vivía la mayoría de las personas con VIH, que eran cerca de 30 millones, no se podía acceder porque costaban entre 10.000 y 15.000 dólares por paciente al año, a pesar de que el costo de producción rondaba los 50 dólares. El problema era que las patentes de estos medicamentos estaban muy extendidas, incluso en el África Subsahariana. Afortunadamente, países como India, en donde no regían las patentes, comenzaron a fabricar copias genéricas de esos medicamentos, haciendo bajar significativamente los precios.
—Fue en ese contexto que surgió la idea de un fondo de patentes médicas.
—Sí. Fue algo que surgió en base a una experiencia ocurrida en los Estados Unidos a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando se desarrollaron los primeros aviones. Las patentes y la tecnología necesaria para construirlos eran de un pequeño grupo que se negaba a compartirlas con los demás. El Gobierno necesitaba producir aviones a gran escala en sus esfuerzos bélicos, por lo que decidió crear un fondo común de patentes, y forzó a esas compañías a participar. A partir de entonces, cualquiera que quisiera podía usar las patentes de ese fondo para hacer aviones, pero pagando una regalía de 100 dólares a los dueños, que de hecho se enriquecieron bastante. Fue en la Conferencia Internacional del SIDA de Barcelona en 2002 en la que se planteó la idea: “Si pudimos hacerlo con fines militares, podemos hacer algo similar para los medicamentos del HIV”. Ahora el Fondo se ha expandido a otras enfermedades como la hepatitis, pero por fuera de esos casos específicos continúa siendo muy difícil acceder a este tipo de licencias.
—Usted propone, ante la actual pandemia, un Fondo de Patentes Médicas para el COVID-19. ¿Podría darnos más datos sobre cómo funciona este fondo?
—Actualmente, el fondo se presenta ante compañías, entidades o institutos de investigación que poseen las patentes de los medicamentos, por ejemplo, para el HIV, y negocia una licencia de esa patente. Eso significa que el dueño de la patente autoriza al fondo a dar a otros la posibilidad de desarrollar o fabricar esos medicamentos. En algunos casos es gratis, y en otros es a cambio de pequeñas regalías, que son un porcentaje de las ventas netas del producto genérico. Entonces, los fabricantes que pueden trabajar a gran escala producen grandes volúmenes de medicamentos y bajan los precios, lo que permite proveer estas medicinas a los millones cuyas vidas dependen de eso. Es como recrear una situación en la que las patentes no existían. Sin embargo, hay una lista de países de altos ingresos en los que estos medicamentos genéricos no pueden ser vendidos. Porque ese es un mercado lucrativo que los dueños de las patentes farmacéuticas quieren mantener. No digo que eso sea algo bueno, porque que alguien viva en un país de ingresos altos no significa que necesariamente pueda pagar los precios que ponen los monopolios.
—Mencionó antes a India, que es un importante actor en la escena global de los medicamentos, a veces llamada “la farmacia del mundo”. ¿Cuál es su rol en la industria farmacéutica global?
—India es el hogar de un importante número de fábricas de genéricos. Son compañías que hacen medicamentos, algunos de ellos llamados copias, que son químicamente iguales a los originales, pero a un costo mucho más bajo. La razón por la cual India posee semejante complejo industrial es porque en la década del 70 el Gobierno decidió abolir las patentes para proveer medicinas en su país. Tan pronto como una medicina sale al mercado, un fabricante indio sabrá cómo arreglárselas para producir el genérico y ofrecerlo a un precio mucho más bajo.
—¿Se adecuó en algún momento a las regulaciones de la OMC sobre patentes, firmadas en 1995?
—Sí. En 2005 modificó su legislación de patentes para que fuera compatible con los estándares internacionales. Pero lo hizo con una serie de criterios estrictos para proteger su industria. Por ejemplo, India permite que las farmacéuticas patenten una innovación real, pero no pueden patentar la alteración de una molécula o una mejora pequeña. Con esa decisión limitó la cantidad de patentes que otorga, lo cual fue un movimiento importante.
—Es evidente que las patentes satisfacen el interés egoísta de las farmacéuticas, que como todas las empresas trabajan para obtener una ganancia. ¿Pero no es posible que también permitan cierto beneficio para la comunidad?
—Es una pregunta difícil, y la verdad es que no lo sabemos. Hay una especie de creencia en que sin las patentes va a haber menos inversiones e innovación. No hay dudas de que el sistema de patentes y la posibilidad de hacer cantidades enormes de dinero a partir de nuevos medicamentos incentiva el financiamiento de la industria farmacéutica, lo cual se vuelca en investigación y desarrollo. Pero la pregunta es: ¿estamos teniendo la investigación y el desarrollo que necesitamos desde una perspectiva sanitaria? Para muchas enfermedades el sistema no funciona; sólo lo hace allí donde hay un potencial de vender una medicina a un precio muy alto. Hay ejemplos muy claros de esto, como las enfermedades que afectan a los pobres. La necesidad de resolver cuestiones de este tipo es enorme y el problema es global, pero el sistema de patentes nunca hará que el dinero llegue a esos desarrollos. Porque, de nuevo, la perspectiva de rentabilidad no está ahí. Es interesante lo que estamos experimentando actualmente con el COVID-19, porque cuando la pandemia estalló, hace como un año atrás, nadie dijo: “Por suerte tenemos este sistema genial de patentes médicas, sentémonos y esperemos que llegue la solución desde la industria”. Por el contrario, los estados comenzaron a invertir miles de millones de dólares al servicio de la investigación y el desarrollo de tratamientos y vacunas. Creo que sí funciona para ciertos productos que pueden ser vendidos a precios altos. Lo vemos en el área de las investigaciones en torno al cáncer, donde ha habido una serie de avances gracias a la perspectiva de ganancias que había detrás. Pero hay grandes áreas de necesidad en donde esto no se cumple. Y no se puede gastar el dinero destinado a la salud dos veces. Si se gasta en un tratamiento muy caro contra el cáncer, no se puede gastar en investigar una enfermedad rara.
—Los defensores de las patentes afirman que en el último siglo hubo muchos progresos en materia médica y científica gracias a la perspectiva lucrativa detrás de la industria.
—Sí. Esa afirmación puede ser cierta en algún punto, pero no convierte al sistema en un buen sistema. Y a su vez, creo que hay una diferencia entre la capacidad de hacer dinero y la capacidad de especular, que no son lo mismo. La industria que produce medicamentos y los vende a precios razonables obtiene de eso ganancias, y creo que nadie se opondría. Pero no es lo que se ve en el mundo farmacéutico, que es donde pesan las patentes. Ahí se ven precios muy altos, y en consecuencia una falta de acceso. El modelo de negocios está pensado para un segmento de altos ingresos, y desde un punto de vista sanitario uno quiere que todo aquel que lo necesite pueda acceder al medicamento que sea.
—¿Cómo se integra, entonces, en esa industria tan lucrativa y que funciona con un sistema tan rígido de patentes, el financiamiento estatal?
—Es otro aspecto que desmiente esta idea de que el desarrollo y la innovación existen gracias a las patentes: mucha de la ciencia y del conocimiento que la industria utiliza para desarrollar estos productos proviene de fondos públicos, por ejemplo, de universidades. No me malinterpreten, la inversión estatal es muy positiva; de hecho, es mejor financiar la investigación y el desarrollo a través de dinero público que permitiendo a las compañías poner precios altos a los medicamentos que desarrollen. Además, el dinero público generalmente va a la investigación inicial, que es la de mayor riesgo porque no hay certezas de si desembocará en algo o no. Con lo cual, yo diría que el éxito de la industria farmacéutica en un país determinado depende enormemente de si hay una base decente de investigación científica. Si los gobiernos están invirtiendo en ciencia, es quizás un elemento más importante que si hay o no un sistema de patentes.
—En el caso de la actual pandemia de COVID-19 se ha vuelto muy evidente cómo el financiamiento estatal fue crucial para el desarrollo de las vacunas que se están aplicando actualmente.
—Ha quedado muy claro que muchas de estas vacunas se lograron gracias a la investigación y el dinero público. Ahora le decimos la vacuna de AstraZeneca, pero en realidad es la vacuna de la Universidad de Oxford, que estaba hecha y lista cuando AstraZeneca se asoció, por lo que fue lograda con dinero público. El problema es que en la transferencia de conocimiento y de la propiedad intelectual incluso, toda esa inversión pública se convierte en lucro privado. Ahora es la compañía la que decide si ofrecerá la licencia de su vacuna o no, o quién puede acceder a ella, o a qué precio. Ese es un problema real de nuestro sistema de innovación. Las instituciones públicas y por lo tanto nuestros propios gobiernos no son buenos protegiendo el dinero con el que financian la industria, y ese es dinero de todos, proviene de los impuestos.
—Algunas personas dicen que la suspensión de patentes es un abordaje equivocado a este problema porque los tratamientos y las vacunas contra el COVID-19 son productos biológicos complejos, cuyas principales barreras no son las patentes, sino las instalaciones para la producción, la infraestructura y el know-how. ¿Qué piensa al respecto?
—Creo que la suspensión de patentes puede ser muy útil para los tratamientos. Pero con las vacunas hay un problema porque para producirlas y replicar las que ya han sido desarrolladas se necesita mucho más que el acceso a la propiedad intelectual. Es necesario el acceso al know-how y a la tecnología, y en algunos casos incluso a las líneas celulares. Son cosas que no puede lograr una suspensión de patentes. No se puede forzar el intercambio de know-how, sino que tiene que haber algún tipo de colaboración. Es por eso que este sería un muy buen caso para el Fondo de Patentes. De hecho, la OMS estableció el año pasado un Fondo de Acceso a la Tecnología del COVID-19 con ese propósito, para tener una plataforma, un lugar, en el que aquellos que tienen el conocimiento, el know-how, la tecnología y la propiedad intelectual puedan compartirla con fabricantes alrededor del mundo. Ese fondo no ha sido exitoso hasta ahora, y está causando muchos problemas, porque el mundo produce normalmente 3.500 millones de vacunas, cuando ahora se requieren 10.000 millones. Necesitamos desesperadamente incrementar la capacidad de producción. Eso no significa que no haya otros problemas; por supuesto, hay cuestiones de infraestructura en algunos continentes, de modo que aunque se pudiera transferir el conocimiento no habría a quién transferirlo, lo que llevaría más tiempo.
—Pero hay países de ingresos medios que tienen tanto la capacidad, las instalaciones como la ciencia desarrollada, y que si tuvieran acceso a la propiedad intelectual y al know-how podrían estar produciendo la vacuna ahora.
—Exacto. Si el know-how, la tecnología y la propiedad intelectual hubieran sido transferidas al Fondo del COVID-19 un año atrás, en diversos lugares del planeta habría probablemente más fabricantes produciendo, porque no se necesita un año para poner en marcha la producción. Imagino que en un país como Argentina no sería tan difícil. Hay bases tecnológicas y científicas. Lo mismo en India y en otros lugares. Lo que estamos viendo es que hay países que empiezan a desarrollar sus propias vacunas porque, como no reciben esa tecnología, desarrollan la suya. Está pasando en Cuba, en Vietnam, y por supuesto en China y en Rusia.
—¿Qué opina de la iniciativa presentada en noviembre pasado por India, Sudáfrica y otros países ante la OMC para suspender temporalmente las patentes? ¿Por qué cree que las grandes potencias siguen oponiéndose a estas propuestas?
—Mi opinión es que se trata de una propuesta bastante moderada. He escuchado a algunas personas decir que es radical, pero no me parece. Es por una sola enfermedad y por un período limitado, y sólo para productos necesarios en el tratamiento y la prevención del COVID-19. Los países pueden suspender la implementación de los tratados de patentes en ese contexto limitado; podría ser muy útil. Imaginen si surge un tratamiento: podría ser muy bueno poder producirlo muy rápidamente y en distintos lugares. Para lo que sería menos efectiva una suspensión de patentes es para transferir todo el paquete de know-how, tecnología y propiedad intelectual de las vacunas. Porque es una tecnología más compleja, que requiere de la colaboración de aquellos que la poseen. Se necesita un esfuerzo colaborativo. La suspensión de patentes puede servir para algunas cosas, pero para las vacunas su aplicación directa puede ser menos efectiva, aunque sí tendría una enorme relevancia política.
—¿Relevancia política en qué sentido?
—Que haya países diciendo que quieren suspender todas las patentes mientras dure la pandemia le envía una señal muy clara a aquellos que retienen la propiedad intelectual, de que algo tienen que ceder, que algo tiene que cambiar. Tengo esperanza en estos debates en la OMC, porque obligan a los países a hablar entre ellos para ver cómo van a resolver este problema. Pueden estar en desacuerdo y algunos pueden tratar de obstruir los progresos, pero al menos hay un proceso multilateral abierto para encontrar soluciones. Y eso es necesario, porque ningún país puede formular, encontrar ni implementar soluciones por su cuenta. Si queremos salir de esta crisis necesitamos más colaboración internacional, no menos.
—¿Existe información sobre si es posible que las potencias modifiquen su voto en la OMC y accedan a la propuesta de liberar las patentes temporalmente? ¿O estamos hablando aún de una posibilidad remota? Un artículo reciente de la revista Nature decía que el Gobierno de Joe Biden estaba evaluando la propuesta….
—Es muy difícil de saber. Hay muchos movimientos de piezas diferentes, pero hay también una presión creciente en Europa y Estados Unidos para que se levanten temporalmente los derechos sobre las patentes de las vacunas y tratamientos. Pero creo que sí hay un acuerdo en que algo tiene que suceder. La capacidad de producción de la vacuna debe ser ampliada, la producción debe llevarse adelante en diferentes lugares del mundo… No es como en los días del HIV, en los que los países ricos podían simplemente no mirar el problema y actuar como si no existiera. El mundo entiende que este es un problema que solo puede resolverse si se resuelve para todos.
—¿A qué cree que se debe la reticencia de las potencias a hacer cambios, por modestos que sean, en las reglas del juego?
—Las naciones ricas se oponen porque son el hogar de empresas farmacéuticas gigantescas. Por supuesto que las grandes compañías están en contra de suspender las patentes porque lo ven como el puntapié inicial para algo más peligroso. Ellas piensan: “Si comenzamos a cuestionar el sistema de propiedad intelectual, hoy será por el COVID, mañana será por el cáncer, y Dios sabe qué vendrá después”. Harán lo que sea para que esta propuesta no prospere. Hay una tradición muy larga de la Unión Europea y de los Estados Unidos, y ahora también del Reino Unido, por supuesto, que posee una industria farmacéutica también, de defender las posiciones de las compañías farmacéuticas en lugares como la OMC. Pero ha habido excepciones.
—¿Por ejemplo?
—Ha habido oportunidades en las que pusieron un límite. En 2001, en medio de la crisis del sida, la industria no quería en absoluto la Declaración de Doha de Salud Pública, pero los gobiernos consideraron que la situación era muy severa, y decidieron actuar para que la gente en el mundo en desarrollo acceda a los antirretrovirales. Entonces, si hay presión sobre esto, y creo que ahora la hay, y si hay movilización por parte de la sociedad civil, que hoy existe en una escala muy grande, estos países pueden ponerse del lado de la salud pública.
—Otro problema en esta crisis de las vacunas es que los contratos entre los gobiernos y las farmacéuticas suelen ser secretos. Antes dijo que los gobiernos deberían establecer ciertas condiciones a cambio de las grandes sumas de dinero que invierten en la industria. ¿Qué condiciones tendrían que imponer a los laboratorios?
—La primera condición es que los precios sean razonables. La segunda sería que compartan la tecnología, el know-how y la propiedad intelectual con otros fabricantes, particularmente en países de ingresos bajos y medios, para que se pueda subir la escala de producción rápidamente. También que que se compartan de manera continuada los nuevos desarrollos, de modo que si alguien obtiene un conocimiento de una corporación, lo mejora y quizás saca su propia patente, que eso sea compartido nuevamente con otros. La colaboración entre compañías evitaría la duplicación y permitiría desarrollar vacunas mucho más rápido. Yo establecería condiciones en esa línea, pero lo más importante es compartir la propiedad intelectual y la tecnología. Insistiría en colaborar con el Fondo de Acceso a la Tecnología del COVID-19 de la OMS.
—Como una alternativa a la suspensión de la propiedad intelectual, las farmacéuticas están cada vez más aumentando el licenciamiento de sus productos en el exterior. Una suerte de subcontratación o tercerización. Argentina acaba de anunciar que las vacunas Sputnik V van a ser fabricadas en el país. ¿Cuáles son las ventajas y las contras de este mecanismo?
—Se está refiriendo a las pocas licencias bilaterales que existen. Es distinto a un abordaje más colectivo como el del Fondo de Acceso del COVID-19, donde estarían todas las vacunas desarrolladas y tanto el know-how como la propiedad intelectual estarían disponibles para otros. Lo que está pasando ahora es que las compañías ingresan en licencias bilaterales con fabricantes elegidos a dedo. No he leído el acuerdo de la Sputnik V, así que no sé cuáles son los términos y condiciones. Pero en el caso de las farmacéuticas occidentales se licencian unas a otras. Por supuesto, está el acuerdo de AstraZeneca con el Instituto Serum de India, y otros que son más como contratos de fabricación, de llenar y terminar. No es una transferencia de tecnología completa de todo el know-how necesario para hacer estas vacunas. Así que, si bien puede ayudar a incrementar la capacidad de producción en ciertos países, a otros no les va a servir. Un abordaje más internacional y colectivo sería preferible.
—Respecto de cómo ayudar a los países más pobres en los que las capacidades estatales son muy bajas en muchas dimensiones, no sólo para producir vacunas, ¿cree que sería suficiente con un Fondo de Acceso como el que propone?
—No es que las vacunas per se tengan que ser fabricadas en el continente en el que son utilizadas. Hay que ser conscientes de que hay países o regiones en los que no hay capacidad de producción y que van a necesitar importar. Pero cuanto mayor sea la escala de producción menores serán los costos. Así que es algo que tiene que pasar de inmediato. El mecanismo COVAX de la OMS está pensado para eso, pero está sufriendo por no tener suficientes suministros. También hay que adoptar una estrategia de más largo plazo, y eso implica incrementar la capacidad; no hay razones por las que África no podría tener mayor producción. Sudáfrica o Senegal tienen cierta capacidad. Puede que necesiten más apoyo y financiamiento para estar en pleno funcionamiento, pero esa debería ser una de las consecuencias de esta crisis, el reconocimiento de que eso debe suceder. Parte del dinero que se invirtió en estas vacunas debería ir al desarrollo de esa capacidad de producción, que no sólo facilitaría el manejo de la crisis del COVID-19, sino que podría beneficiar el tratamiento de otras enfermedades en el futuro.
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