Reflexiones sobre el liberalismo
“Solo en una sociedad abierta, una sociedad que tolere y respete muchas visiones y opiniones, podemos esperar aprender de nuestros errores y acercarnos a la verdad”. Karl Popper (“After the Open Society”)
“Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema de libertades para los demás” “Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal que a la vez: a) se espere razonablemente que sean ventajosas para todos, b) se vinculen a empleos o cargos asequibles para todos” (John Rawls “Teoría de la Justicia”, Fondo del Cultura Económica, paginas 67/68)
Abordaré un tema que, a mi juicio, ha estado presente en el devenir político y económico de nuestro país, sobre todo desde la crisis de 1930, pero que se ha desplegado con intensidad en los últimos años y parece presentarse aún más en el próximo porvenir.
Lo haré despojado de prejuicios, buscando esclarecer ideas y debatir posiciones sobre liberalismo/intervencionismo, política/economía y sus consecuencias respecto del Estado de Derecho/the rule of law.
Será una exposición breve con la esperanza de que cuando termine se genere el diálogo que preconizo para nuestra atribulada nación.
Además de las señaladas dicotomías se agrega, en nuestro caso, un desprecio y un odio hacia quienes propician alguna de las opciones, de un modo que hasta sorprendería a Ortega y Gasset quien abordó el tema del odio entre los españoles en una de sus primeras obras (“Meditaciones del Quijote”, escrita en 1914) y que signó buena parte de la historia de la España del siglo 20 (y que parece estar presente hoy en el debate público español)
Se identifica al liberalismo con la economía (tema sobre el que volveré), entendiendo que con ello se faculta o admite que cualquiera pueda ejercer su actividad económica (esto es producir algo y venderlo o no) sin ninguna cortapisa, regulación o restricción. Un regreso al estado del hombre primitivo, lo que parece incompatible con las complejidades de la modernidad y con sus necesarias reglas legales.
Esta primera aproximación tropieza, en los hechos, con algunas limitaciones que hasta los más “liberales” no son capaces de ignorar. El ejemplo más evidente es el de que, por imperio de la ley (tema sobre el que también volveré) se impida, por ejemplo, la plantación de coca y posterior comercialización, por ser la base de una droga prohibida. Aquí aparece la ley como elemento esencial de la convivencia al poner límites al accionar del hombre.
Pero regresemos al tema del odio entre quienes sostienen posiciones enfrentadas sobre las dicotomías señaladas al comienzo, porque, me parece, que es patente en nuestro país.
Dice Ortega en la introducción a la obra citada “… el odio es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo ponemos entre ello y nuestra intimidad un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu. Solo existe para nosotros aquel punto de ella donde nuestro resorte de odio se fija”. (op. cit. Editorial el arquero, pag.15)
¿Pero por qué se cuela el odio en lo que debiera ser un debate intelectual y en todo caso político y económico, en la dicotomía antes señalada?
¿Por qué no se trata, primero, de comprender al oponente, en lugar de despreciarlo y calificarlo peyorativamente?
Porque, en realidad, lo que hay que intentar es comprender al otro, al sujeto al que se “odia”, tratar de entender sus razones y procurar convencerle del error; o admitir sus fundamentos.
Claro que este debate solo puede darse y fructificar si las partes involucradas actúan de buena fe y con argumentos válidos. La discusión es imposible cuando hay mala fe, ignorancia o desprecio.
O como en el caso de nuestro país, cuando la cuestión abarca más que lo económico y se tiñe de aristas políticas y proyectos incompatibles con nuestra organización institucional.
Pero, en todo caso, vale la pena insistir. Sobre todo con los jóvenes, quienes necesitan ser ilustrados y protegidos de la propaganda gramsciana, que siempre encuentra tópicos para cuestionar el orden republicano y las libertades.
Lo expuesto hasta aquí no importa ignorar que en los tiempos actuales el odio o enfrentamiento primitivo entre sectores políticos y hasta entre sectores sociales, parece responder a cierta superficialidad o relativismo que se ha instalado en nuestra sociedad y tal vez, no lo sé con exactitud, en todo el mundo.
La difusión instantánea de imágenes y palabras, lejos de favorecer el diálogo, aún el duro, invita a la respuesta inmediata, sin análisis ni reflexión.
Por ello los enfrentamientos suelen ser tan primitivos y violentos, pues ninguna de las partes conoce -solo presume- la posición de su adversario.
Desafortunadamente la inmediatez de la comunicación entre ellas hace imposible el indispensable razonamiento antes de la réplica y la demora o ausencia de ella hace suponer una rendición de la contraparte o la admisión de su posición, que, sin solución de continuidad, se difunde otra vez por los medios masivos de comunicación generando una espiral de insensatez, que tiene el atractivo de lo patético y se retroalimenta.
Antes de continuar formulo una aclaración sobre algo que dije al comienzo: el liberalismo al que me referiré es el político, aquel que garantiza la libertad del ser humano, en grado superlativo. Es el pregonado por Juan Bautista Alberdi, Sarmiento, Alem y Alvear, entre tantos otros de nuestros próceres y aquel invocado por hombres de la talla de Locke, Monstesquieu, de Toqueville o Popper, al que me referiré especialmente.
Es el liberalismo recogido en nuestra Constitución (art.14) que vale la pena recordar: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: de trabajar y ejercer toda industria lícita; de navegar y comerciar; de peticionar a las autoridades; de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio argentino; de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa; de usar y disponer de su propiedad; de asociarse con fines útiles; de profesar libremente su culto; de enseñar y aprender .”
Pero no se crea que reniego del liberalismo económico. Todo lo contrario: me parece el motor del desarrollo y el responsable del crecimiento de los últimos 200 años. Sin embargo es menester considerar las limitaciones emergentes de las argumentaciones que haré durante esta presentación.
En el debate político de los últimos años, la cuestión ha estado focalizada entre la excesiva intervención del Estado, de diversas formas, en la actividad económica y la pretensión de que ésta se desenvuelva libre de aquella. Eso por un lado y por el otro: la creciente estatización de la actividad económica pregonada por algunas facciones del peronismo y de la izquierda.
Los ejemplos son muchos porque parece cierto que ha habido una tendencia casi imparable a regular, vía legislación, todo aquello que tenga una mínima relación con la economía. Y en algunos casos a que el Estado mismo desarrolle actividades económicas que serían mejor manejadas por el sector privado. Tema aparte, pero relacionado con la cuestión del crecimiento y el desarrollo es el de los sindicatos obreros y las corporaciones empresarias sobre lo que volveré.
El caso emblemático, para referirme solo a uno, es el del ciudadano que quiere instalar un kiosco. La cantidad de autorizaciones, inscripciones y trámites de diversa índole que debe enfrentar es innumerable.
Pero ese es solo un aspecto de la cuestión.
Los partidarios del intervencionismo no solo se ocupan de cuestiones menores como la instalación de una verdulería o panadería, sino que, en realidad, apuntan a una regulación mucho más estrecha de actividades económicas o financieras, en donde la minuciosidad de los requisitos es enorme, sin que ello se traduzca, en nuestro país, en una mejor supervisión de la actividad controlada ni en la eficiencia de su labor. Y que ha conducido a un gasto estatal desmesurado, no solo por el desarrollo de tareas forzadamente gubernamentales, sino también por el auxilio económico a los sectores desprotegidos o marginados de nuestra sociedad, que quedan en como consecuencia de los defectos de la intervención estatal.
Veamos ahora el origen, a mi juicio, del intervencionismo en la economía.
Todo parece indicar que Marx fue quien dio comienzo la idea de proponer la eliminación de la propiedad privada, especialmente de los medios de producción, aunque sus discípulos y quienes implementaron sus ideas, concluyeron por suprimir toda propiedad privada.
Según Popper (Ver “La sociedad abierta y sus enemigos”, publicada en 1946) la teoría de Marx tenía un objetivo común con el liberalismo económico: la extensión de la producción y riqueza, a toda la humanidad y no solo a los propietarios del poder concentrado, en la primera etapa de la revolución industrial.
La pobreza, sigue siendo un flagelo, pero ha dejado de ser de la magnitud de lo que fue hace 200 años. Cuando Marx elaboró sus ideas la concentración de la riqueza en pocas manos era sideral y la desprotección casi absoluta del proletariado era pavorosa.
De lo que quiero hablar, reflexionar e inquirir, en esta ocasión, es de la persistencia inútil e innecesaria de este enfrentamiento entre partidarios de la libertad económica y aquellos que, sin menospreciarla, sugieren, aconsejan, de buena fe, un intervencionismo benévolo. Dejo de lado el intervencionismo absoluto; aquel que se da en regímenes políticos totalitarios y dictatoriales.
Popper, que tenía claro el tema por su historia personal, su inicial simpatía con el comunismo y luego su emigración consecuencia del nazismo, analiza la cuestión de este enfrentamiento de un modo que siempre me ha parecido constructivo.
Lejos de ahondar el odio o el enfrentamiento, intenta explicar el origen de las dos posiciones mediante al análisis de su proveniencia.
Es cierto que desacredita a los partidarios del intervencionismo que es impulsado por lo que denomina “ingeniería a social utópica”.
Es una conclusión a la que arriba Popper analizando las ideas de Platón sobre la organización social y política de las sociedades, quien propiciaba una forma de gobierno que hoy denominaríamos autoritaria o dictatorial.
Esta “ingeniería social utópica” tiene como objetivo instalar una organización social, económica y política rígida, sin raíces en la realidad, que pretende ordenar y que impide, de hecho, la libertad de los ciudadanos al imponerles roles determinados y fijar sus labores y actividades.
Sin embargo Popper no se detiene allí y explica su teoría de la “ingeniería social gradual” que guarda relación con su condena al historicismo y su énfasis en una democracia con efectivos controles institucionales.
Lo que este autor propone y sobre lo que ha reflexionado en varias de sus obras, es que la sociedad democrática debe desenvolverse de modo tal que vaya resolviendo los problemas que el desarrollo económico genera, no solo en cuanto a la creación y distribución de la riqueza, sino también con el énfasis que se ponga en la lucha contra la pobreza, en la educación pública y en tener conciencia de las necesidades sociales, como elementos centrales para procurar una sociedad justa, capaz de defender a la “sociedad abierta”, de los embates de sus enemigos.
Pero la cuestión no es tan sencilla en los casos concretos.
Analicemos a vuelo de pájaro, el estado de la situación en nuestro país, Argentina.
Tenemos una deuda externa enorme, los niveles de desocupación son preocupantes, hace 20 años que la economía crece a tasas insignificantes, la pobreza ha llegado a niveles desesperantes, la educación pública se ha deteriorado de un modo notable, el déficit fiscal es sideral. Esto, sin considerar, todavía, la situación que resultará de la pandemia que estamos padeciendo.
Pero la carga impositiva llega a niveles inusitadamente altos.
Esta es una sintética descripción de quien no es economista, de modo que puede haber aun otros factores, sobre todo de orden financiero, distorsivos de la bonanza a la que aspira cualquier nación.
A esta situación se ha llegado trascurridos muchos años, durante los cuales se fueron incorporando, al erario público, obligaciones dinerarias mayúsculas, tales como sueldos de personal estatal innecesario y en muchos casos altísimos, jubilaciones sin aportes, ayuda económica directa a millones de pobres e indigentes.
En ese marco es que se hace necesario pensar como volver a una situación económica racional, con el liberalismo como bandera y sin que ello implique una desprotección de los sectores necesitados de auxilio.
Tropezamos con algunas realidades insoslayables, entre la cuales se destacan los “colectivos”, como está de moda identificar a agrupaciones de individuos con objetivos diversos, que reclaman y reciben fondos públicos, por varias causas, que se han ido sumando con el tiempo y el deterioro de la situación económica.
Se trata de agrupaciones formales e informales que expresan sus ideas y requerimientos de modo, en general, organizado pero que responden a diversos idearios políticos. Los hay anarquistas, comunistas, socialistas y peronistas. Tienen algún grado de organización y voceros que expresan sus propósitos, que no son solo dinerarios; también sus ideas políticas. Y en muchas ocasiones su accionar entorpece y dificulta el acceso a las ciudades y la normalidad urbana. Sin recordar situaciones de violencia a la que han llegado en algunas ocasiones y que ahora mismo hemos visto con la ocupación de tierras.
Además de estos colectivos están las organizaciones sindicales de empleados y obreros, que amén de competir con los señalados precedentemente, expresan similares idearios y recurren a parecidos métodos, aunque, puede estimarse que son más afines al peronismo. Y que en general son partidarios de un Estado muy presente en la economía.
Ahora bien, la pregunta que se hacen muchos, tanto la gente común y corriente, como intelectuales, dirigentes políticos y sociales, es ¿Cómo deshacer el entramado sucintamente descripto? ¿Y sobre todo como hacerlo sin considerar sus efectos sobre los sectores sociales necesitados?
Para aproximarnos a posibles cursos de acción políticos y económicos me permito transcribir un párrafo de la obra de Pedro Planas “Karl Popper. Pensamiento Político” que dice: “Como no hay grandes verdades políticas, sino conocimientos limitados, solamente la aceptación de una política gradual, parcial o fragmentaria, permite acceder a acuerdos fundamentales”. (Editorial Dunken, pag. 56)
Esto puede traducirse que hay que explorar todo tipo de cursos de acción pacíficos.
En repetidas ocasiones, en nuestra historia reciente se ha propuesto y en algunas oportunidades funcionado aunque precariamente, una institución a la que se denomina Consejo Económico y Social, que está conformada por representantes de las fuerzas vivas de la nación (partidos políticos, sindicatos, corporaciones empresarias, intelectuales) con el objetivo de analizar situaciones conflictivas y proponer o sugerir cursos de acción para enfrentarlas.
Debe señalarse que no siempre han sido útiles salvo para escuchar declaraciones en un marco institucional y que en realidad compiten con el Congreso de la Nación, que debería ser el órgano donde se expresaran todas las voluntades y voces ciudadanas.
Pero admitamos que, siguiendo las recomendaciones de Popper, sea menester otros métodos para comprobar sus éxitos o fracasos.
Entonces frente al universo de colectivos señalado y las organizaciones tradicionales de las fuerzas vivas, aparece como razonable y realista no ignorarlos y tratar de agruparlos en una institución representativa, temporalmente, de la opinión que asumen.
Es cierto que la opinión pública no se expresa integralmente a través de esos colectivos y organizaciones por lo que su tarea deberá ser limitada en el tiempo y en los tópicos a tratar.
Es imperativo, en consecuencia, que los partidos políticos, capaces de formular propuestas y aglutinar voluntades, renazcan organizadamente y en su caso acuerden alianzas aún desde posiciones enfrentadas. Siempre recuerdo la impresión que me causó la alianza que hizo la Canciller alemana Angela Merkel, con los opositores social demócratas para poder formar gobierno con ella como líder (febrero de 2018)
Esta cuestión de los partidos políticos me parece de una envergadura tal, que se ha puesto en evidencia en los últimos tiempos con la poca presencia pública de sus dirigentes y el fraccionamiento creciente entre sus integrantes. El esfuerzo de recrearlos debe ser mayúsculo y liberado de cuestiones menores.
¿Por qué estas reflexiones o proposiciones? Porque todos sabemos lo difícil que es abordar el entramado de compromisos y complicidades, con la pretensión de deshacerlo, limitarlo o modificarlo, que implica tratar con semejante conjunto de organizaciones a las que he hecho referencia.
Tengo en mi memoria y algunos de Vds. recordarán la situación creada en 1975 consecuencia del llamado “Rodrigazo”, gobernando el peronismo. El caos fue mayúsculo y los sindicatos peronistas se alzaron contra los ministros y contra la presidente de la Nación.
Durante el gobierno de Macri la queja casi permanente de agrupaciones que, con instrucciones o sin ellas, coordinadamente o no, entorpecieron la vida ciudadana cuatro años, fue de una magnitud y persistencia inusitada que hace pensar en cierta coordinación.
El panorama que se vislumbra por efecto de la pandemia y sus consecuencias económicas, sociales y políticas, hace aún más incierto el futuro y mayor la necesidad de pensar como revertir la decadencia, de un modo no radical, como ha sido nuestra costumbre, sino por aproximaciones, negociaciones, transacciones, recomendadas por Popper, como elementos de la ingeniería social gradual.
El Consejo Económico y Social al que he hecho referencia es una posibilidad. Otra es una alianza amplia, que recoja no solo las aspiraciones de la oposición, sino que incluya acuerdos con sectores razonables de la alianza gobernante y que compita en las próximas elecciones.
Nos falta abordar un tema central cual es el Estado de Derecho.
Aún cuando somos reacios a admitirlo y nos comportamos como si no existiera, tenemos una Constitución que establece los derechos de los ciudadanos y la forma de gobierno, que en nuestro caso es el de una república democrática, representativa y federal.
Sin embargo salvo desde la organización nacional en la década del 80 del siglo 19 y hasta 1930 nos hemos caracterizado por violar sistemáticamente la Constitución, hasta 1983. Y aún desde entonces hasta ahora la propensión de gobernantes y gobernados es a desconocer o ignorar la ley. Lo estamos viendo en estos tiempos con los DNU que dicta el presidente, vulnerando en la forma y en el fondo nuestro sistema institucional, sin mencionar otros estragos jurídicos como la violación de normas de funcionamiento del Senado o el intento de expropiación e intervención de una empresa en convocatoria de acreedores.
Ello ha llevado al consiguiente descrédito del orden establecido, “the rule of law”, como dicen en los EE.UU.; con la natural consecuencia del relajo generalizado en el respeto a la ley. No solo se violan las reglas de tránsito; también las obligaciones impositivas, familiares, de vecindad, etc. Hasta los jueces, desarrollan teorías en algunos casos insostenibles, al decretar prisiones o libertades.
Otra cuestión que dificulta el acercamiento entre las partes enfrentadas, es la tergiversación de la historia nacional, tema que daría para una reflexión adicional, que ha sido utilizada sin escrúpulos por sectores interesados en generar caos como antesala de la instalación de un régimen político contrario a la Constitución y que se propaga intencionalmente frente a la indiferencia suicida de sectores con capacidad de respuesta.
Todas estas contradicciones son consecuencia del estado de anomia de la ciudadanía, en general y de intereses o convicciones permanentes en sectores privilegiados de la ciudadanía (sindicatos, empresarios, intelectuales, profesionales, periodistas) que, a veces sin saberlo, otras sin quererlo, provocan enfrentamientos sin admitir dudas o cuestionamientos.
Ello ha llevado a nuestra opinión pública a descreer de las normas, de los políticos, de los intelectuales, del periodismo, lo que ha sido aprovechado por sectores minoritarios pero muy activos, que persiguen la desaparición de la Argentina que hemos conocido y anida adormecida en la conciencia de la mayoría, que pregonan el odio como motor de sus designios.
La manera de enfrentar esa amenaza no es responder odio con odio, sino tratar de entender las razones de sus impulsores y sobre todo de sus seguidores de buena fe o confundidos, estudiar sus demandas, tratar de entender y resolver sus denuncias.
Rodolfo Mondolfo, escribió (en “Sócrates”, Eudeba, pag. 145) que su biografiado “asociaba a la docta ignorancia o conciencia permanente de los problemas –única fuente de todo progreso cognoscitivo- la superación del odio y la afirmación del amor y la solidaridad humana que, por el reconocimiento de la libertad espiritual de cada uno, procuraban la cooperación de todos en el esfuerzo por alcanzar el bien común. Fin humano por excelencia, esto es, la elevación intelectual y moral que constituye el verdadero bien y la satisfacción íntima de cada uno y de todos, ley de autonomía y fuente de la verdadera felicidad. De todas estas exigencias, que mientras exista la humanidad son y serán siempre una necesidad y un imperativo categórico, Sócrates ha sido, en su pensamiento y en su acción, una personificación incomparable: en esto consiste la perennidad de su enseñanza”
Tal vez sea posible, en los próximos tiempos, cuando termine la pandemia y el país esté empobrecido y agotado, no solo por ese flagelo, sino por la situación anterior, que los argentinos reaccionen frente a tanto fracaso y retomen los caminos que nos hicieron exitosos en el pasado y siguen transitando las naciones desarrolladas. Ello dependerá del esclarecimiento que deben hacer las fuerzas políticas, los sectores académicos y culturales, para que una nueva mayoría encuentre la senda del progreso.
Porque “Es imposible que la Argentina emprenda una senda de crecimiento sustentable sin un cambio decisivo en la percepción del régimen institucional por parte de los principales actores políticos y sociales, incluyendo naturalmente a los trabajadores y los empresarios. Necesitamos un conjunto de reglas claras inteligentes y perdurables que contribuyan al desarrollo humano. Esto implica una regulación apropiada, ni un Estado ausente ni un intervencionismo extremo, depredador e irracional” Sergio Berensztein y Martín Buscaglia, “Porque Fracasan todos los Gobiernos” Editorial El Ateneo, pag. 26.
Una Nación nace del enfrentamiento entre sectores, pero no en el desorden. Las partes no deben transformarse en enemigos. La libertad de la que gozamos, en Occidente, desde hace poco más de 200 años, nació del conflicto y la lucha, que en los tiempos modernos tiene que mantenerse dentro de límites civilizados. En las democracias republicanas los límites los marca la ciudadanía y el orden constitucional.
Los dirigentes políticos, sociales, empresarios y trabajadores, además de otros factores de poder como las universidades, la prensa y los intelectuales deben mediar entre las partes en conflicto como contribución a la paz social y el desarrollo armonioso de la sociedad.
La dirigencia política y sobre todo la gubernamental, tiene la obligación, en estos tiempos, de promover la concordia y no la disociación social.
Una reflexión optimista es la siguiente:
“La gran ventaja del liberalismo por sobre otras ideologías es que es flexible y no dogmático. Puede soportar las críticas mejor que cualquier otro orden social. En efecto, es el único orden social que permite a su gente cuestionar sus propios fundamentos. El liberalismo ha sobrevivido tres grandes crisis – la Primera Guerra Mundial, el desafío fascista en los años 30 y el desafío comunista entre los años 50 y 70. Si piensa que el liberalismo está en problema ahora, tan sólo recuerde cuánto peor estaban las cosas en 1918, 1938 y 1968.
En 1968, las democracias liberales parecían ser una especie en peligro de extinción, e incluso en sus propias fronteras estaban asediadas por amotinamientos, asesinatos, ataques terroristas y batallas ideológicas feroces. Si uno estuviese en el medio de las protestas en Washington el día después del asesinato de Martin Luther King, o en Paris en mayo de 1968, o en la convención del partido demócrata en Chicago en agosto de 1968, tranquilamente podría haber pensado que se acercaba el final. Mientras Washington, Paris y Chicago sucumbían al caos, Moscú y Leningrado estaban en calma, y el sistema soviético parecía destinado a durar para siempre. Sin embargo, veinte años más tarde fue el sistema soviético que colapsó. Los enfrentamientos de los años 60 fortalecieron a la democracia liberal, mientras el clima sofocante en el bloque soviético anunciaba su caída.
A los autócratas que planean gobernar a perpetuidad no les gusta fomentar el nacimiento de ideas que puedan desplazarlos. Pero las democracias liberales incentivan la creación de visiones nuevas, incluso a costa de cuestionar sus propios cimientos.” (theguardian.com/books/2018/sep/14/yuval-noah-harari-the-new-threat-to-liberal-democracy)
Aldous Huxley en su conocida obra, describió un supuesto paraíso de felicidad que, en el fondo, escondía una siniestra organización social. Lo mismo propician los decrépitos propulsores del colectivismo, del siglo XIX, XX o XXI o de su contracara: extremistas nacionalistas y xenófobos.
Los quejosos de nuestro presente que, por supuesto, tiene injusticias notorias, falencias sorprendentes y riesgos mayúsculos, dejan de lado –tal vez presionados por la tendencia a pronosticar catástrofes, que siempre tiene mejor prensa- las indiscutibles ventajas de nuestro estado planetario, en comparación con cualquier época del pasado.
Tenemos abundancia de alimentos, comunicaciones instantáneas, medicina casi universal, transporte de bienes y personas al alcance de todos, lo que ha permitido que -a disgusto de los predicadores de la violencia para crear un mundo más justo- los logros del progreso estén al alcance de mayorías incalculables en comparación con lo que sucedía hace solo 200 años.
Sin embargo, en vez de apostar por la esperanza, la educación, la ciencia y la cultura del encuentro y la armonía, se pronostican –quizás sin quererlo realmente- hecatombes de diverso cuneo, tales como el deterioro de las democracias republicanas, extensión de la hambrunas, la instalación de la delincuencia como actor central de la sociedades, el re alumbramiento de ideologías extremistas y cuanto todo otro peligro sea posible imaginar.
Lo que cabe preguntarse es si es posible “un mundo feliz”, si es razonable aspirar a una sociedad sin clases, sin enfrentamientos, sin celos, sin delincuentes, sin pecadores. Y lo que es peor si esa aspiración puede lograrse violando el derecho a la disidencia, a la condición humana, que es falible y débil.
Desde esa perspectiva, lo que parece más razonable, menos aparatoso y seguramente eficaz, es aplicar lo que Karl Popper denominó la ingeniería social gradual que consiste en proponer y ejecutar acciones tendientes al progreso, por pasos sucesivos.
“La ingeniería gradual habrá de adoptar, en consecuencia, el método de buscar y combatir los males más graves y serios de la sociedad, en lugar de encaminar todos sus esfuerzos hacia la consecuencia del bien final… La diferencia que media entre un método razonable para mejorar la suerte del hombre y un método que, aplicado sistemáticamente, puede conducir con facilidad a un intolerable aumento del padecer humano. Es la diferencia entre un método susceptible de ser aplicado en cualquier momento y otro cuya práctica puede convertirse fácilmente en un medio de posponer continuamente la acción hasta una fecha posterior, en la esperanza de que las condiciones sean entonces más favorables. Y es también la diferencia que media entre el único método capaz de solucionar problemas … y otro que, dondequiera que ha sido puesto en práctica, solo ha conducido al uso de la violencia en lugar de la razón, y, si no a su propio abandono, al abandono, en todo caso, del plan original”, escribe Popper en “La Sociedad Abierta y sus enemigos”.
Las reflexiones precedentes valen tanto para el mundo, como para nuestro país. Por ello lo razonable, lo justo, lo conveniente para todos (aún para los contrarios al sistema republicano que nos rige y desde luego para los críticos del gradualismo) es encontrar formas armoniosas de cotejar y discutir ideas, métodos y acciones y sacar conclusiones.
Bibliografía citada:
BUSCAGLIA, Martín y BERENSZTEIN, Sergio (2016): Porque fracasan todos los Gobiernos, Buenos Aires, Editorial El Ateneo.
HUXLEY, Aldous (2004): Un mundo feliz, Editorial Debolsillo.
MONDOLFO, Rodolfo (2007): Sócrates, Buenos Aires, Editorial: EUDEBA.
ORTEGA y GASSET, José (2014): Meditaciones del Quijote, España. Alianza Editorial.
PLANAS, Pedro (1996): Karl Popper. Pensamiento Político, Bogotá, Fundación Friedrich Naumann.
POPPER, Karl R. (2006): La sociedad abierta y sus enemigos, Editorial: Ediciones Paidós,
RAWLS, John (2006): Teoría de la justicia, Fondo De Cultura Económica