El médico que lo salvó y el fotógrafo que retrató su detención: el día que Wado de Pedro estuvo convencido de que lo mataban
Gustavo llegó minutos antes de las ocho de la mañana al Hospital Argerich. Combinó subte y colectivo desde Villa Crespo. Tiene 44 años, es neurocirujano y vaticina una guardia intensa. Hay pronóstico de revuelta en Plaza de Mayo, que por jurisdicción comprende al centro de salud del barrio de La Boca. Lo intuye: tendrá trabajo ese jueves de diciembre. Las manifestaciones de ayer miércoles habían sido solo el comienzo. La madrugada actuó de paréntesis. La tensión no cede y el país se despierta en estado de sitio y de hastío. Lo sabe Damián, reportero gráfico freelance que había regresado a su casa en Caballito a las cinco de la mañana. “Se vivía un clima raro. Se los veía más envalentonados que de costumbre”, fue su diagnóstico: hablaba de la policía.
Duerme tres horas porque es joven: tiene 25 años. Cuando llegó, su hija de un año estaba durmiendo. Cuando vuelve a salir, ella aún no se despierta. Carga su bolso con rollos a color y en blanco y negro. Se pregunta cuándo podrá comprarse una cámara digital. A diferencia de ayer, esta vez procura no olvidar la radio portátil. Tiene miedo de ser contemporáneo de un suceso mucho más grande y desconocerlo. Presiente que la vorágine de la cobertura puede distraerlo de algo. “Mirá si hay un quilombo terrible y yo estoy sacando fotos como si nada”, supone. Intuición, persuasión, la vaga idea de que un quiebre se está formando. La hostilidad del día anterior había contribuido a su olfato agorero.
Eduardo conoce a Damián, el fotógrafo. Pero Gustavo, el médico, no: lo verá por primera vez al mediodía de este 20 de diciembre de 2001. Ayer, cuando se enteró de que el presidente Fernando De la Rúa decretó el estado de sitio, salió de la Facultad de Derecho rumbo a la Plaza de Mayo como otros tantos integrantes del movimiento universitario, como otros tantos actores de la sociedad. Pero ese jueves bisagra elige abstraerse del presagio fatídico y comenzarlo como un jueves normal: emprende viaje al sindicato de judiciales, donde trabaja. Tiene 25 años, es un “che pibe” en La Unión de Empleados Judiciales de la Nación y estudia abogacía en la Universidad de Buenos Aires. La noticia lo despabila temprano, camino a Tribunales. Un mensaje en su celular le avisa que están reprimiendo la ronda de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Eduardo nació el 11 de noviembre de 1976, cuando la dictadura militar recién estrenaba su maquinaria de sangre y terror. De sus padres no tiene recuerdos vividos. Es hijo de Enrique Osvaldo de Pedro, asesinado en abril de 1977 por ser militante de la organización guerrillera Montoneros e integrante de la Juventud Peronista de la Universidad de Buenos Aires, y de Lucila Adela Révora, psicoanalista y oficial montonera del Servicio de Informaciones en Buenos Aires, que muere el 11 de octubre de 1978 arriba de un auto (tal vez un Falcón verde) mientras un grupo de tareas la lleva -embarazada de ocho meses- al centro clandestino de detención Olimpo.
No tiene tiempo de agonizar. De Olimpo a la casa de donde la secuestraron hay cinco cuadras de distancia. En el departamento 2 del edificio de Belén 335, en el barrio porteño de Floresta, permanece oculto en la bañera un niño con 699 días de vida, que en un mes cumplirá dos años. Se llama Eduardo Enrique de Pedro. Le dicen Pichu. También le dicen Wado. Acaba de quedar huérfano después de que un comando compuesto por gendarmes, policías, militares, agentes penitenciarios y un helicóptero asesinara a su mamá. Buscan apoderarse de una presunta caja con 150 mil dólares destinados a financiar las acciones montoneras.
Los vecinos lo resguardan unas horas. Por la noche, unos supuestos tíos pasan a recogerlo. El grupo de tareas concluye así el operativo. Wado vivirá tres meses en un lugar desconocido, asistido por personas desconocidas. Es un secuestrado y desaparecido de dos años de edad. Su tío verdadero, Carlos Révora, entabla contacto con un comerciante que tenía vínculos con el entonces comandante del primer Cuerpo del Ejército, Carlos Guillermo Suárez Mason. Gestiona una recuperación que se ejecuta el 13 de enero de 1979. Ese sábado a la mañana, el pequeño Wado “reaparece” en la catedral de Mercedes, ciudad donde conseguirá sus primeros recuerdos vividos y donde evidenciará a temprana edad las manifestaciones del trauma: su orfandad y su captura, como posibles causas de su tartamudez.
“Una vida típica de un tranquilo pueblo del interior argentino, mientras crecía en esa ciudad donde se había criado mi mamá. A medida que pasaron los años, comencé a interesarme cada vez más por la historia de mis padres”, repasa. En 1995, a sus 17 años y ya instalado en la Ciudad de Buenos Aires, funda HIJOS, una agrupación de derechos humanos cuyas siglas resumen “Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio”. Milita en la organización Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), que había sido creada en 1991 por Mariano Recalde y empieza a involucrarse en la arena política. Estudia Derecho en la UBA en una maniobra afín a su proyección política militante. Estrecha vínculo con Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Se convierte en un defensor de la causa.
Por eso, este 20 de diciembre de 2001, no duda. Recibe la información de que están reprimiendo la ronda de los jueves en Plaza de Mayo y acude intempestivo, temerario. Las prioridades cambia: llevará los volantes a la Cámara Nacional Electoral que tiene en la mochila en otro momento. Intenta meterse en una plaza ya convulsionada, ya polvorienta. La policía no le permite el ingreso. Él persiste y busca otra forma de acercarse a las madres y abuelas. Esa insistencia resulta ofensiva para las fuerzas policiales. Wado pasa a ser un objetivo, concentra un propósito más dentro del plan represivo.
“Yo estaba en la plaza cuando le tiraron los caballos a las Madres alrededor de las Pirámides. Estaba ahí. No me lo contó nadie. Nunca había visto algo parecido: ver a un policía arriba de un caballo pegándole a una Abuela o a una Madre de Plaza de Mayo era una imagen de otros tiempos”, describe Damián Neustadt, un fotógrafo que suele colaborar en los eventos organizados por los organismos de derechos humanos. Ve entrar a Adolfo Pérez Esquivel y a Nora Cortiñas a la Plaza de Mayo. Ve cómo los policías los hostigan y lo documenta.
Se aleja. Apela a su credencial de fotógrafo como salvoconducto para graficar otro ángulo de las protestas. Se retira y se ubica detrás de la columna de policías agrupados. Los descubre agarrando palos de la calle y tirando piedras. “Era un fenómeno muy extraño. No podía dejar de creer lo que estaba pasando. Hasta que en un momento empezaron unas andanadas: entraban, sacaban gente, volvían a entrar”, recrea. En una de esas andanadas, distingue otra cara conocida. Es un pibe como él, de su misma edad. Es Wado, el de HIJOS, advierte.
“Yo estaba cerca de la Catedral, era casi el mediodía y lo veo a Wado, que lo conocía de cuando colaboraba con Abuelas. Le va a decir algo a un policía y lo agarran entre seis o siete. Lo tiraron al piso: tres lo agarraban de un lado y tres del otro. Se lo llevan a la rastra y yo fotografío la escena”. La zapatilla derecha ya no la tiene. Wado es un hombre sometido: ya no tiene el poder de manipular sus articulaciones. Lo arrastran, le pegan, algunos lo aplastan contra el asfalto de la calle Rivadavia, otros lo quieren reducir de pie.
“Me meten en un patrullero. Pero veo que la situación era muy caótica y muy violenta, y me escapo”, recuerda Wado, hoy funcionario, vestido prolijo de saco y camisa, sentado en su despacho. Ya no luce los rulos de la foto. El primer móvil policial al que lo suben tiene la otra puerta trasera destrabada. La abre y corre pero no escapa. La marea de policías es abrumadora. Lo vuelven a detener. En el fragor, lo sorprende una cara amistosa. “Veo a un fotógrafo conocido porque era el de las Abuelas. Le digo que soy Wado de HIJOS. Ahí la policía recrudece el maltrato, me meten picanas, me pegan en el piso, me llevan de nuevo al patrullero. Me esposan, me empiezan a pegar con palos, con bastones. Me sacan el DNI y me empiezan a insinuar cosas muy fuertes: me dicen que me van a matar”.
Damián y su cámara presencian toda la secuencia. Rememora dichos que Wado no escucha o ya no recuerda: “El patrullero estaba frente a la Catedral Metropolitana. Veo a una persona que yo conocía. Me mira, yo lo miro. Fue un segundo que se nos cruzaron las miradas. Tengo la imagen clavada de él mirándome cuando están metiéndolo por segunda vez al patrullero mientras yo le saco una foto. Él grita: ‘Soy Wado, soy de HIJOS’. Yo empiezo a escuchar: ‘Así que vos sos de HIJOS, te vamos a matar’. Y le empezaron a pegar, a picanear”.
La angustia de ver a un conocido ser víctima de violencia institucional le dura poco. El foco de las agresiones también las concentra él. “Un policía en moto me corre y me dice ‘salí, salí’. ‘Yo puedo sacar las fotos que quiero’, le dije y me apunta con la itaka. Y en un acto de inconsciencia absoluto, le corro la itaka y le saco una foto”, comenta. Se acuerda de Wado y llama desde su celular a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y a la Defensoría del Pueblo de la Ciudad para avisarles que un patrullero se había llevado a un fundador de la agrupación HIJOS. Pero la vida sigue y él seguirá sacando fotos: sentirá el soplido de un disparo acariciándole la cara, se tirará al piso más de una vez, atenderá el llamado de su mamá diciéndole “volvé a casa, por favor, tenés una hija”, le dará veinte pesos a un manifestante equis para que le vaya a comprar cuatro rollos de fotos.
Mientras Damián en la Plaza de Mayo tolera la sensación de que a Wado verdaderamente lo van a matar, el agente que maneja el patrullero se distrae picaneando al detenido y choca contra un taxi cerca del bajo porteño. El otro vehículo vuelca. El siniestro convoca a los curiosos de siempre. Las ínfulas de rebelión ciudadana continúan. La gente empieza a reclamar que asistan también al joven esposado. Wado está maltrecho: además de haber recibido golpes y descargas eléctricas, tiene un traumatismo que le deforma el contorno de la cabeza producto de la colisión.
“Viene una ambulancia y se lleva al taxista. Viene otra ambulancia y se lleva a uno de los policías. Y, por presión de los vecinos, en vez de meterme en otro patrullero, me llevan en una ambulancia al Hospital Argerich esposado y detenido”, repasa Wado. Ingresa por guardia con una intimidación: que no cuente nada de lo que pasó si quiere seguir vivo. En la sala hay heridos con fracturas, con balas de goma, con balas de plomo: nunca vio tanta gente sangrando en un mismo lugar. Al lado suyo, atienden a un hombre con una bala en la columna. Identificará después a un compañero de HIJOS con más trompadas y raspones que piel sana. Un primer médico lo ve, le hace unas curaciones y la policía le reclama, de inmediato, el alta. Pero Wado exige la presencia de un neurólogo por el golpe en su cabeza. El único neurólogo en la guardia es Gustavo Barbeito, que esa mañana ya había adivinado que tendría una jornada de trabajo intensa.
No imaginó tanto. “Fue la peor guardia de mi vida. La más movida que recuerde, la más movilizante. Pensábamos que iba a haber despelote, pero no semejante caos. Nos íbamos enterando por la tele hasta que empezaron a caer los heridos”. En medio del caos, lo llaman al box de guardia: un joven presenta un traumatismo de cráneo. “Cuando llego, veo que está acompañado por un policía. Normalmente con los pacientes que tienen custodia policial, yo hago salir al policía porque es un momento de intimidad entre el paciente y el médico. No tiene por qué haber un policía en el medio: si está para cuidar que no se raje, puede hacerlo del otro lado de la puerta”, precisa.
No se conocen. El médico recuerda solo su aspecto: “Estaba mal, muy golpeado y se lo veía abatido”. Wado nunca olvidó su apellido y su gesto: “El doctor Barbeito cuando me hace la inspección se da cuenta que no tenía un solo golpe producto del choque sino que tenía golpes por todos lados”. “Este chico -dice el neurocirujano- me contó que en el patrullero lo habían picaneado, que lo habían amenazado, que le dijeron que lo iban a matar. Yo le pedí que se quedara tranquilo y le dije que le iba a hacer colocar un suero porque tenía un traumatismo de cráneo y que lo iba a dejar en observación el tiempo que hiciera falta”.
Wado le pide un favor: que llame por teléfono a un número y que al que atienda le cuente dónde y cómo está. Gustavo obedece. Llama sin saber a quién: “Me dicen que me despreocupe, que ellos se iban a encargar del tema, me agradecen y cortan”. Barbeito había llamado al sindicato de judiciales. La custodia policial que esperaba y exigía el alta del paciente no lo sabe. “Ese doctor que me salvó la vida. Me dio seis horas en observación. Durante ese tiempo estuve custodiado por la policía. Pero muchas organizaciones, compañeros y compañeras presentaron hábeas corpus: el sindicato de judiciales, el CELS (Centro de Estudios Legales y Sociales), los Defensores del Pueblo de la Ciudad y de Nación consiguieron que un juez le dé la orden a la policía de que me liberara”.
“El paciente había quedado en observación con una custodia policial que preguntaba a cada rato cuándo iba a ser dado de alta. Yo les planteé que el alta dependía de la evolución, que tenía que estar en observación unas horas. En un momento me dicen que llegó un hábeas corpus y como su evolución había sido buena, decidí darle el alta. Debieron haber pasado como seis horas. No estuve todo el tiempo metido ahí”, relata el neurólogo, quien afirma que su comportamiento médico fue intachable y que su conducta ética estaba atravesada por su propia historia: “Desde la parte médica correspondía lo que hice: no inventé algo para que zafara. Obviamente, es difícil no sensibilizarte con alguien de HIJOS en este país. Yo tuve varios amigos desaparecidos: son historias que a uno le mueven un montón de cosas, al margen de la conducta médica”.
Wado de Pedro, que había sobrevivido a la dictadura militar con dos años, sobrevivió a diciembre de 2001. Su trabajo en el Poder Judicial de la Nación fue la semilla de una profusa trayectoria política que consigna que fue jefe de Gabinete de la Subsecretaría de Turismo de la Ciudad de Buenos Aires en 2004, fundador de La Cámpora dos años después, director y vicepresidente de Aerolíneas Argentinas en su reestatización en 2009, diputado nacional en 2011, vicepresidente del Consejo Nacional Justicialista en 2014, secretario general de presidencia entre febrero y diciembre de 2015, cabeza de lista de precandidatos a diputados nacionales por el bloque del Frente para la Victoria en la provincia de Buenos y electo como tal hasta 2019, apoderado del Partido Justicialista de la Provincia de Buenos Aires en 2016, y finalmente ministro del Interior desde diciembre de 2019.
En alguna manifestación de la década pasada, se reencontró con Damián Neustadt. En broma, recrearon la foto que retrata su 20 de diciembre de 2001: Wado haciendo de él, con cara de desencajado, con su boca abierta, con sus manos separándose del patrullero y el fotógrafo doblegándolo, con el esfuerzo en el rostro de alguien que quiere meter una cosa donde no cabe. Hoy se pueden reír. “Me hubiese hecho millonario con tus fotos”, le dijo el fotógrafo en chiste al hoy ministro de haber sido otra su suerte.
En algún despacho, se reencontró también con Gustavo Barbeito. Wado lo rastreó y lo convocó a una cita. “Me buscó para agradecerme lo que había hecho, que no es más que lo que cualquier médico hubiese hecho en mi situación”, sostiene el neurocirujano. Reniega del calificativo de héroe que el funcionario le asignó y desliza que solo ayudó a “un chico indefenso en una situación compleja”. Wado cree que el médico se animó a desafiar a las autoridades policiales y repite sin eufemismos que le salvó la vida.
Los tres coinciden en un análisis: el funcionario, el médico y el fotógrafo están convencidos de que los policías no tenían pensado llevar a Wado de Pedro a la comisaría. Hablan de “otro lado”. Ese jueves 20 de diciembre de 2001 que empezó el miércoles 19 y duró 48 horas, las fuerzas de seguridad mataron a 39 personas en todo el país en el marco de una salvaje represión policial.
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