Paula Chaves: “Sentí el llamado y entendí que ser doula es mi misión en la vida”
Encendieron velas. Se formaron en círculo perfecto. Aire, fuego, agua y tierra fueron invocados para abrir un portal de energía. Alrededor, cada una de las mujeres de esa “red”, conectadas con sus ancestras –”y tal vez con algunas brujas de antaño”– echaron sus testimonios, sus experiencias más crudas, sus vibras de entraña, todo en un caldero común. Hermanadas en el fin “de despertar conciencias”, unas a las otras se prometieron “escucha, compañía y contención”. Fue entonces, en ese ritual de iniciación, que dice haber recibido “la llamada”. Doce meses después, Paula Chaves (37) es –”oficial y orgullosamente”– una doula.
Se trata de la figura con la misión de escoltar a sus pares, “empática y amorosamente”, durante la búsqueda del embarazo, el tránsito de la gestación, el del nacimiento y el de la crianza. Un título que abraza como “el pendiente cumplido” de su vida y que ejercerá, ahora, con total autoridad. Porque hasta aquí –instalando conceptos como el de apego y parto respetado, entre otros que formaron parte de su tránsito personal– había acompañado de cerca las nueve lunas de todas sus amigas y de varias de sus seguidoras en redes sociales, pero con “apasionado amateurismo”. Entonces descubrió “el círculo”, se entregó a sus guías, se abrió a otros conocimientos y compartió los suyos. Hasta que “finalmente supe quién soy –asegura–, porque fui pariéndome a mí misma”.
Encontró así las respuestas a “un impulso innato”, describe. “Una fascinación por los nacimientos que no había podido explicarme hasta conocer a todas esas madres con igual vocación. La maternidad viene a revolver todo: lo bueno, lo malo, lo oculto, lo desconocido. Y a mí me atravesó. Me desarmó. Me descolocó. Sacó a la superficie algunos asuntos latentes y me invitó a indagar y a sanar parte de mi historia personal y familiar”, cuenta. “Tal es así que hasta investigué sobre cómo había sido mi llegada al mundo. Y desde ahí, empecé a acomodar las piezas de este rompecabezas que es la vida”. Una vida que revisaremos –”hoy a través de otro cristal”– en esta conversación con Teleshow.
“Hacer casita” con los canastos de las 14 mudanzas que surfearon como “eternos inquilinos” o la carrerita “con el agua en los tobillos” para rescatar los muebles del living en cada inundación. “Todo –para ella y su hermano Gonzalo, dos años menor– resultaba un programón, porque así nos lo hacían vivir”, recuerda. Hasta que Miguel Ángel, su papá, (empresario textil), se fundió como tantos otros en 2001 y con él, el recurso Bellini de La vida es bella. Paula tenía 16 años cuando debieron mudarse a una casa prestada en Lobos. “Ya no tenemos plata”, le dijeron. A 100 kilómetros, y por entonces sin tecnología, “la desconexión fue tal que le perdí el rastro hasta a mi mejor amiga”.
“En casa, las emociones siempre se pusieron sobre la mesa. Papá estaba mal y no se escondía para llorar. Lloraba. Y nosotros validábamos su dolor. Mientras, mamá tenía 20 pesos por día para alimentar a cinco personas. Ese es mi primer recuerdo consciente de la angustia”, describe. “Nos vi tan lejos, tan desprotegidos. Fueron tiempos en los que sentí miedo y abandono, todo junto”. Hasta que una mañana –como otras tantas de rutinas esperanzadoras– Paula entró al locutorio de la esquina a levantar los mensajes. “Nunca vamos a olvidar ese momento en que papá nos dijo: ‘¡Conseguí trabajo!’. Eso sí fue como…¡Uff!”, relata. “¡Lloramos tanto!”.
A la distancia, hoy reflexiona: “Gracias a Dios pude vivir esa experiencia. Menos mal que me pasó. Porque si hubiese saltado del contexto anterior –de la doble escolaridad con compañeras de colegio que viajaban a Disney– directamente a SúperM 03, mi cabeza hoy sería otra. No habría sido capaz de dar valor a todo lo que vendría después”. De hecho, asegura que ese reality de modelos que ganó en 2003 y el consiguiente camino que se abrió de inmediato significaron más que “el sueño dorado” de cualquier adolescente. “Nunca me creí la fama, ni el éxito ni el fracaso. Y no había tiempo para las vanidades”, cuenta Paula. “Jamás me importó nada, ni cuando me decían: ‘Tenés que bajar cinco kilos’, o ‘No, vos sos muy grandota para esta pasada, correte a un costado’. ¡Nada!”. La popularidad le resultaba solo una posibilidad de suplir necesidades. “Era el juego que me daba plata para comprarme, a mí y a mis hermanos, esas zapatillas del dedo separado que tanto había querido y mis papás no habían podido comprar”.
Sí. En casa sintió la responsabilidad económica sobre sus espaldas. “Pero no era un asunto declarado”, revela. “Estaba convencida de que al trabajar me correspondía llenar la heladera. Y si podía darles un gustito más…”, dice. “Me acuerdo que en cada viaje le traía a Delfina (su hermana, 12 años menor) todas las muñecas habidas y por haber. Desde chica tuve que hacerme cargo de cosas de grande, pero así me salía. Siempre fui muy protectora de los míos. ¿Me pesa? Sí, me pesa. Pero lo disfruto, es mi esencia”. No sería el único gran compromiso que tomaría de ahí en más en un hogar que la necesitó fuerte.
La separación de sus padres (2004) tuvo una víspera traumática. “Era ver a mis viejos y pensar: ‘¡Quiero que se termine esta situación ya!’. Le decía a mamá: ‘Hacé algo con tu vida y sacanos de toda esta tensión. Me llevo a mis hermanos, pero que esto se acabe’. Nunca hubo gritos ni malos tratos, pero todavía recuerdo la angustia feroz por verlos llorar”, relata. “Después, bueno… empezó todo”. Así, Chaves se refiere al momento más oscuro que debieron surcar: la depresión y la consecuente adicción al alcohol que atrapó a Alejandra (Schulz). “A los 40 y pico, y después de haberse ocupado una vida entera de su casa y de sus hijos, mamá se vio sola y sin una profesión que pudiese sustentarla económicamente”, cuenta. “Su estructura se vino abajo y ella también”.
“Es imprescindible la red de contención. Es vital la compañía. Pero mucho más la voluntad de quien lo padece. Mamá quiso internarse, quiso poder. Y pudo. Ese fue el paso más grande”, dice Paula. “¡Qué tiempos!… Yo estaba embarazada de Balta, con una panza enorme, pasaba a buscarla e iba con ella a las charlas de la comunidad terapéutica. Y tener que dejarla internada con el dolor que eso implicaba… Estaba ayudando a mi vieja en el momento en el que yo más la necesitaba. Me iba de ahí pensando: ‘¿Volverá a ser mi mamá de antes?’”, dice. Compartir este pasaje no es solo una cuestión de orgullo, sino también de sacudir la conciencia, eso que tanto ejercita. “Las adicciones y las enfermedades mentales deben dejar de ser un tabú. Estos testimonios o experiencias deberían charlarse, exponerse con naturalidad, porque si se esconden se estigmatizan y eso juega a favor el silencio, de la vergüenza. Entonces el dolor se hace más grande y la batalla se duplica”.
Dijo alguna vez que el vínculo con su madre había naufragado. Que el trayecto que vivieron lo resintió, lo volvió “tirante”. Pero el tiempo y, principalmente, su propia maternidad, lo restauró. “Entender nos sanó”, anticipa. “Me di cuenta de lo difícil que habrá sido maternar a tres chicos sin ayuda, sin un pasar económico de algún tipo, marcar los bordes (no usa el término ‘límites’) sola, porque papá viajaba mucho”, cuenta. “Fue un proceso en el que sanamos juntas. Yo también tuve que bajar la guardia. Dejar de pretender tanto: ¿quién soy para decirle qué tipo de persona o de mamá debería haber sido? Cada uno hace su experiencia con lo que le tocó, con lo que trajo, con lo que puede en esta vida. Hoy está bien, fuerte, linda, trabajando, disfrutando de sus nietos y, como buena budista, siempre dispuesta a ayudar a los demás “.
Entonces, en tren de miradas inquisidoras, Paula alza otra de sus banderas: el fin de la “romantización” de la maternidad y la extinción de la culpa. “Ya es un montón maternar, criar personas, formar vidas que dependen de una, por eso hay que bajar el dedo y asimilar que no todo es: ‘Debo estar contenta de ver a mis hijos corriendo por el jardín’. Que ser mamá también es: ‘Quiero que sean las ocho para meterlos en la cama de una vez’. Es: ‘¡No quiero estar acá!’. Es: ‘No tengo ganas de bañarlos ni de dormirlos ni de nada más’. Porque desvelarme me aniquila. Porque a veces necesito comer tranquila. Darme una ducha tranquila. Ir al baño tranquila. Y no está mal hacerlo ni sentirlo. ¡Me lo permito!”.
Como también se permite y hasta se exige disculparse con sus hijos. “Todo el tiempo me habilito a pedirles perdón. Tanto como de poner atención a los modos, por eso evito gritar. En casa tenemos una premisa: hasta tres veces las indicaciones se dan con amor”, revela. “Cuando exploto, porque estoy hecha el puma en el que me convierto cuando no puedo dormir, los siento y les digo: ‘Discúlpenme, no debí hablarles así'. Quiero que sepan que ser la madre o la autoridad no me convierte en un ser superior, que todos somos personas y no deben tenerme miedo”.
Cuando Olivia (ocho años) inició la escuela primaria y habló de premios entre sus compañeros, “al que mejor lee”, “al que mejor escribe” o “al que corre más rápido”, Paula fue clara: “Olvidate que yo te lleve a ese tipo de competencias. Lo importante es que seas generosa y empática con quienes aprendan a leer o a escribir en otros tiempos, con velocidades diferentes a las tuyas o a la de los demás. No estoy a favor de los premios académicos ni deportivos, me parece parte de un sistema educativo antiguo, involutivo. Como cuando escuchás una conversación de madres preocupadas: ‘Mi hijo no habla todavía, ¿el tuyo si?’. Estamos empecinados en medir a los niños con una sola vara, con el mismo librito del pediatra que dicta cuánto deben pesar a determinada edad. Es hora de que lo académico empiece a valorar la diversidad”.
En su casa no se comen alimentos procesados. La alergia de Filipa (un año) a la proteína de la leche de vaca le exigió a Paula una dieta especial durante seis meses. “No pude volver a ingerir nada que viniese en paquete y fue tanta la información que absorbí que hoy, en nuestra mesa, solo se sirve lo que se hace aquí. Con tres ingredientes”, cuenta. “El supermercado se pisa solo para los artículos de limpieza y tenemos un mercado orgánico para las verduras y frutas, y otros para las carnes y los huevos”. No obstante asegura que aunque cueste no puede negarle a Olvia la plata de los viernes para “el bendito” kiosco del colegio. “Hasta ahí llegué en la negociación. Porque aceptó llevar, de lunes a jueves, su snack casero (una fruta y algún cupcake que hayan hecho juntas). Mi misión es darle las herramientas, guiarla en su instrucción y que decida por sí sola qué es lo mejor para ella”.
En casa también se respetan “y fomentan” las decisiones individuales. Además, no se dice “color piel”´, porque “hay tantos tonos como personas en el mundo”. Ni el rosa es solo para nenas ni el celeste para varones. Baltazar (cinco años) recibió charlas sobre cómo tratar a sus compañeras y Olivia ya fue entrenada para hacerse respetar. “Imposible no ser feminista en este mundo y mucho menos teniendo una hija”, explica. “Quiero que pueda crecer sin tener que cuidarse de nadie ni de nada. Que antes de salir de su casa no se preocupe por la ropa que elige ni cuál camino tomar a la hora de volver ni que el ´no´ a una insinuación le cueste un trabajo. Hablo mucho con ella sobre su espacio personal. Ese espacio que nadie debe invadir”, cuenta Paula. “Le explico que si alguna vez se siente incómoda, molesta o angustiada por el avance de alguien, la primera reacción es empujarlo y la segunda, pedir ayuda”.
Dice que siempre fue “desmedidamente reaccionaria” frente al acoso. “Ibamos por la calle y mamá me pedía por favor que no me pelease con los obreros de la construcción. Nunca toleré el atropello del ´¡Eh, mamita…!´. Me paraba de una: ´Eh, mamita, ¡¿qué?!’”. Entonces recuerda un “amargo episodio” en el estudio de un reconocido fotógrafo al que fue citada para hacer las retomas de una producción de catálogo que había protagonizado días atrás en un campo bonaerense. “Tenía 18, al llegar vi que había clavado unos pastos sobre un telgopor y me sacaba fotos como si estuviese escondido”, relata. “Minutos después empezó a pedirme que me sacara la ropa. Dije: ´Ah, no…´. Me levanté, agarré mis cosas y salí como pude. Creo que jamás se lo conté a nadie. Porque la sensación es demasiado horrible como para hacerlo. Hoy, desde lejos, sé que corrí un gran riesgo. Y lamentablemente era en lo que caíamos muchas en una época en la que había desesperación por ser elegidas. Por llegar… ¡¿Llegar a dónde?! Y también estaban las revistas que nos exponían tan sexualizadas. Me incomodaba tanto hacer esa fotos… Pero tristemente, y como muchas otras, pensaba: ´Tranquila, servirá para crecer´. ¡Celebro tanto la evolución!”.
En lo de los Alfonso, la exposición también es un consenso. “Todavía tengo esa dicotomía respecto de mostrar públicamente a mis hijos. No manejo el debate entre el orgullo de mamá y el temor de no saber quién los mira”, dice Paula. “Cuando Pedro (Alfonso, 42) produce un video con ellos, siempre les pregunta: ‘¿Están de acuerdo en publicarlo?’. Es muy posible que sus amigos los vean y luego les hablen de esto. Nunca lo hacemos sin su permiso”. Aunque no logra relajarse. Definitivamente la saca de quicio. Navegar las redes y toparse con un meme basado en la cara de Olivia, le molesta. “El otro día decidí mostrarle uno que me enviaron. Quise ver su reacción… Feliz. Ahora me reclama si le tapo la carita en alguno”, cuenta. “Hace poco, de vacaciones en un hotel, ella estaba por allá, hablando con una familia. Porque es como yo: dónde me tires, me hago amigos. Entonces de repente nos grita desde una punta de la pileta: ´¡Má, yo soy famosa!´. Porque se ve que la reconocieron. ´No, Oli…´, le dije. Me respondió: ´Pero si vos sos famosa, ¿yo también?´. Pedro me decía: ´¡Por Dios, callala!´”, relata con gracia.
La tecnología acorraló a Paula. “No me colabora”, asegura. “Entiendo que no puedo excluirlos pero tampoco criarlos con enchufe, ausentes, conectados”. TikToK, denegado. Tablet no tienen. Celular, algo lejano. “Mis hijos sólo ven tele en ambientes que yo pueda monitorear y saben que en casas ajenas no pueden usar dispositivos con acceso a Internet. En la red pueden encontrar de todo”, indica. Y es –además, y dicho sea de paso– una de las razones por la que Pedro y ella acordaron no hablar de sexo en las entrevistas. “Siento que debo cuidarles la infancia. Tratar de que sean niños el mayor tiempo posible. Mirá –dice mientras señala su jardín–, mandé a podar los árboles de tal modo que puedan treparse. Quiero que jueguen como lo hacía yo”.
Máxima definidas en las “reuniones de dirección técnica”. “Así le decimos a las charlas que Pedro y yo tenemos para recalcular asuntos de la paternidad”, explica Paula. “Es más o menos así. ‘A ver, Oli: ¿Cómo la ves?’. ‘Tema dormida: ¿qué te parece? ¿Sigo con Filipa y vos con Balta?’. Nada está bien o está mal en la crianza. Todo es un intento. Y nosotros intentamos. Nos consultamos. Analizamos, hablamos mucho. Como lo hace cualquier otro equipo, porque eso somos”, cuenta. “Y lo peor es que cuando salimos solos (mensualmente), de repente nos damos cuenta de que seguimos hablando de ellos. ¡Pepe, ya no sé qué hacíamos cuando éramos jóvenes!”, reacciona graciosa.
Es entonces que asoma la anécdota del último intento de “bolicheada” y bien vale el paréntesis en la conversación. Cumpleaños de María del Cerro. “Gordi, ¿vamos?”, preguntó Paula. “No, gorda… Sabés que estas cosas me hacen muy mal. No me lo pidas, sufro…”, respondió Pedro. “El es fóbico social. Vergonzoso como Baltazar, que en cada reunión se pasa 20 minutos agarrado a mi pierna, pero al minuto 21 se suelta y es el rey de la fiesta. Pepe es tal cual. No sé ni cómo logré arrastrarlo hasta el lugar y después no pude sacarlo. Lo vi arengando, con la camisa desabrochada y el fernet bien arriba. El alma de la fiesta. El ser más gracioso”, describe Chaves. “En un momento le pido a Zaira (Nara): ´Tengo que volver a darle de comer a Filipa, por favor, traételo´. A las dos de la mañana me suena el teléfono: era ella, desesperada. ‘Te juro que no puedo quitarlo de la pista´. Lo escuché entrar recién a las seis y media de la mañana. ´¡¿Cómo volviste?!´, le pregunté. ´Me trajo Lali (Espósito)´. Sí, me lo dejó en la puerta”.
El tiempo –y tal vez la pandemia– lo hicieron algo romántico. “Hasta me hace videos recopilando momentos y es como si estuviésemos redescubriéndonos”, cuenta Paula. Y es celoso solo de quien pueda hacerla reír más que él. “Es lo peor que puede pasarle. Mira al tipo, me mira a mí, y me pregunta: ´Si yo te hago reír 10, ¿él, cuánto?´”, revela. Claro que hablamos de Pedro, con quien planea volver a casarse cada cinco años desde la próxima nueva normalidad mundial. No obstante subraya: “¿Quién sabe si el amor es realmente para toda la vida? Yo sé que cada vez que me despierto y lo veo, digo: ´Sí, es él´. Siento nervios cuando no está cerca. Por ahí se va todo el día a ensayar y me pongo nerviosa cuando está por llegar. Es una sensación que no puedo explicar”, dispara. Ella siempre manifestó ser “su coach, su fan y su reidora”. Él, la rotuló como “quien me eleva, potencia mi autoestima y maneja mi carrera como Wanda a la de Icardi”.
En revisión de esta historia que inició en 2010, Paula instala un planteo inesperado: “Cómo hubiese cambiado mi vida, por completo, de haber tomado otra decisión… ¿No? En un segundo todo puede cambiar”. Es tácito. Se refiere a su vínculo de tres años con el polista Guillermo Sapo Caset. Del break de su relación, en el que Pedro irrumpió hasta la reconciliación. Y de la inevitable honestidad a la que la arrojó sin red ante el segundo intento. “Estuve ahí de casarme. Y una tarde, sentados en la galería de su casa de Lobos, dije: ´Te adoro. Siempre vas a estar en mi corazón y voy a recordarse con amor, pero no puedo. No voy a poder ser feliz viviendo en el campo, sabiendo que mi único proyecto en la vida solo será acompañarte por el mundo´. No estaba capacitada para seguir a un deportista y olvidarme de mí para siempre. Me escuché”. Pedro había dejado su marca. “Algo había hecho clic. Algo ya nos había unido”, cuenta. “En la época en la que todos decían ´las mujeres buscan polistas´, yo me casé con un productor que ganaba 1800 pesos por mes. Que tenía un Peugeot 106 en el que teníamos que hacer palanca al vidrio para subir la ventanilla”, dice.
Los 37 llegaron con determinaciones. Nuevos axiomas. Varios “ya no”. Bake off (Telefe), por ejemplo, trazó una línea de no retorno. “El reality definitivamente es mi formato. Hay algo orgánico que me pasa. Los participantes me recuerdan que yo también estuve ahí: llegando de un pueblo, con ilusión y buscando un lugar”. Tiempo después, admite que renunció a los programas de “chimentos” (su último ciclo fue Este es el show, 2017, El Trece). “Padecí tener que llenar minutos de aire con opiniones y especulaciones sobre las vidas ajenas”, dice. Lo que muchas veces le valió la angustia por los reclamos, quejas y reproches de las figuras involucradas.
Vive hoy. Lección del abuelo Isaac, Kaki para ella. Hace poco sufrió un ACV mientras la visitaba. Y entonces debió enfrentar su primera intervención quirúrgica. La primera de su vida. “Estando internado le acariciaba la cabeza y viajé a su llegada al mundo. A su casa, al cuarto de su mamá, donde nació con ayuda de una partera… Tiene 96 años y me decía: ´No quiero morirme´”, cuenta. “Es tan cagón y tan sentimental como yo. Verlo llegar, apretarle los cachetes a Filipa diciéndole ´Maposhi-mío´ como lo hacía conmigo o jugando al Chancho-va con Oli y Balta, me desarma. Es mi gran maestro. Él me enseña el valor del presente. Ahora. Finalmente entendí su frase: ´Andá despacio, que la vida pasa rápido´. Y de algún modo, aprendí que todo lo triste que atravesé sirvió para disfrutar el minuto, a diario”.
“Vivo sin grandes metas, sin altas pretensiones ni expectativas, y tal vez por eso soy tan feliz”, reflexiona. “La vida siempre ha sido generosa conmigo. Agradezco cada mañana y disfruto. A veces estamos sentados acá, con Pedro, en nuestra galería, y digo: ´¡Mirá lo que logramos! Toda la vida soñé con tener mi propia casa y pude comprarla. Nadie me regaló nada”, suelta. “Muchas veces, cuando la gente habla de ´llegar´, pienso: ´¿Llegar a dónde?, ¿A qué?´. Si se trata de eso, de lograr un marco en el que pueda seguir ayudando a mis seres queridos, sí. Entonces quiero llegar muy alto”.
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