Rusia está cada vez más aislada: ya no cuenta con el apoyo de las ex repúblicas soviéticas de Asia Central
Las “stan”, las ex repúblicas soviéticas de Asia Central, ya no confían en el antiguo poder regional emanado de Moscú. La invasión de Ucrania ordenada por Vladimir Putin hizo sentir escalofríos en la espalda de los habitantes de Turkmenistán, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán. Padecieron durante décadas las imposiciones que llegaban del Kremlin y saben que en cualquier momento les puede caer a ellos el mismo tratamiento que a los ucranianos.
Esta semana estuvieron reunidos en la ciudad turística de Cholpon-Ata, en Kirguistán, los presidentes de los cinco países. Discutieron sobre cooperación política y económica. No fueron todas coincidencias y distan de ser estrechos aliados. Pero encontraron un punto que las une y las hace formar un frente común: no apoyan la aventura bélica de Vladimir Putin. Algo que cayó como una muy desagradable sorpresa en el Kremlin. “Ingratos”, “desagradecidos”, fueron algunas de las palabras que se escucharon de boca de los funcionarios putinistas.
Rusia respaldó hace apenas unas semanas la represión gubernamental con decenas de muertos en Tayikistán y Uzbekistán tras protestas en regiones separatistas. En enero, Putin envió tropas a Kazajistán para reponer el orden después de la caída del autócrata Nursultán Nazarbáyev y la muerte de 200 manifestantes. Pero ahora, Rusia que es el principal socio estratégico y comercial de la región, se encuentra debilitada por la guerra y las paralizantes sanciones impuestas por Occidente a causa del conflicto. Todos saben que es un momento único para reducir la influencia rusa en los asuntos de sus países y lo están haciendo.
Claro que los lazos culturales, financieros e históricos con Rusia son profundos y muy difíciles de obviar. Moscú tiene bases militares en Kirguistán y Tayikistán, y un sitio de pruebas de misiles antibalísticos en Kazajistán, además del histórico centro de lanzamiento aeroespacial de Baikonur que sigue en manos rusas. En Almaty, la antigua capital y mayor metrópoli kazaja, en mayo miles de personas salieron a las calles para conmemorar como lo hacen desde hace 70 años la victoria soviética sobre la Alemania nazi.
Las economías de las cinco repúblicas dependen en gran medida de Rusia. Cientos de miles de sus ciudadanos trabajan del otro lado de la frontera y son el sostén de sus familias. Las remesas suponen prácticamente un tercio del PIB en Kirguistán, más de 1/4 en Tayikistán y cerca del 10% en Uzbekistán.
El caso más paradójico es el de Kazajistán, una nación rica en petróleo y minerales, más grande en dimensión que Europa Occidental. Comparte una frontera de 7.600 kilómetros con Rusia, la segunda más larga del mundo después de división entre Estados Unidos y Canadá. Es el primer exportador de uranio del mundo y desde 2007 la compañía estatal Kazatomprom es dueña del 10% de Westinghouse Electric, uno de los mayores productores de reactores nucleares del planeta. El Caspio, el mar interno más grande del mundo, es la nueva fuente virgen de petróleo en la que Kazajistán tiene el 50%, el resto se lo llevan Rusia, Irán y Turkmenistán. Comparan esa cuenca con la del Golfo Pérsico y aseguran que dobla a la del Golfo de México. Las reservas estimadas alcanzarían los 184.000 millones de barriles. De sus otras cuencas petroleras, Kazajistán ya extrae 150 millones de toneladas de petróleo al año y es uno de los 10 mayores productores. El modelo de negocios es similar al de Noruega: acuerdos con las principales compañías petroleras de joint venture y desarrollo de 40 años. Varios oligarcas rusos amigos de Putin tienen grandes inversiones aquí.
Nursultán Nazarbáyev, era el líder autócrata de la república cuando cayó la Unión Soviética. Continuó en el poder y de un momento al otro se convirtió de comunista en liberal capitalista. Después de unos años de incertidumbre, el país comenzó a crecer al 10 % anual hasta que el colapso financiero global de 2008 redujo esa cifra a 4 o 5%. Para detener la influencia rusa en el norte del país, trasladó la capital desde la histórica Almaty a una localidad olvidada de la estepa y levantó allí una fabulosa ciudad, Astaná, más parecida a un parque temático estadounidense que a una urbe asiática.
Nazarbáyev también gobernó con mano de hierro, se hizo inmensamente rico y con él todo su círculo. Sorpresivamente, renunció en 2019 y nombró en su lugar al entonces vicepresidente Kasim-Yomart Tokáyev, quien dos meses más tarde ganó unas elecciones con el 70% de los votos y comenzó una limpieza dentro del régimen. Todo terminó en una revuelta y el envío de tropas rusas para calmar la situación y consolidar el poder de Tokáyev, quien se acercó a China y Turquía en vez de abrazarse a Moscú.
En junio, Tokayev viajó a San Petersburgo para asistir a una cumbre financiera organizada por Putin. Y delante del líder ruso dijo que no iba a reconocer a los dos estados separatistas respaldados por Moscú en la zona de Donbás de Ucrania. Si bien impidió que se realizaran manifestaciones contra la guerra, también prohibió la utilización de la “Z”, emblema de la invasión. También dejó en claro que no iba a dar ninguna ayuda a Rusia, dejando a Bielorrusia como la única aliada incondicional de le queda a Putin entre las ex repúblicas de la órbita soviética.
Estados Unidos aprovechó la situación e inició una ofensiva diplomática en una región que hasta ahora no había despertado demasiado su interés o le había sido hostil. En abril, visitó Astaná la enviada del presidente Joe Biden para los Derechos Humanos, Uzra Zeya. A finales de mayo, Donald Lu, subsecretario de Estado, realizó una visita a Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán. Y en junio, el recién nombrado jefe del Mando Central de Estados Unidos, el general del ejército Erik Kurilla, recorrió las mismas naciones.
“Esta ofensiva estadounidense en Asia Central tomó por sorpresa a Moscú. Aunque el Kremlin reaccionó enseguida. Y Putin se puso en acción”, comentó al Wall Street Journal, Andrei Grozin, investigador de la Academia de Ciencias de Rusia. El 28 de junio, apenas una semana después de la visita del general Kurrila a Tayikistán, Putin eligió ese país para su primera visita al extranjero desde la invasión de Ucrania. “Estoy muy contento de estar en el suelo amistoso de nuestro aliado”, dijo el líder ruso a su homólogo tayiko, Emomali Rahmon. Pero no se llevó un apoyo explícito a su aventura bélica.
Y a partir de entonces, los acercamientos a Estados Unidos no fueron tan inocuos para las naciones centro asiáticas. Cuando la enviada para los DD.HH., Uzra Zeya, firmó una serie de acuerdos con el canciller de Kirguistán, Ruslan Kazakbayev, éste tuvo que presentar la renuncia por presiones moscovitas. Rusia también cerró en dos ocasiones el oleoducto del Caspio, que transporta aproximadamente el 80% de las exportaciones de petróleo de Kazajstán a través de Rusia hasta el puerto de Novorossiysk, en el Mar Negro.
Fue cuando los líderes centroasiáticos miraron hacia Beijing y Ankara buscando ayuda para enfrentar las represalias rusas. El ministro de Defensa chino, Wei Fenghe, visitó Astaná, se reunió con Tokayev y acordaron reforzar la cooperación militar. A principios de mayo, Tokayev viajó a Turquía donde firmó un acuerdo para producir conjuntamente drones militares en Kazajistán. Las cinco naciones también aumentaron en mayor o menor medida sus gastos de Defensa. Saben que tienen que estar preparadas para represalias rusas.
Por ahora, las “stan” gozan de una ventaja. La atacada es Ucrania, a miles de kilómetros de sus fronteras, y Moscú no tiene la fuerza para abrir ningún otro frente. Aunque no se pueden descuidar. El oso ruso siempre está listo para lanzar algún zarpazo.
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