El país de los padres huérfanos
A lo largo de su historia, la Argentina fue un país asociado a fenómenos migratorios. Con 6,5 millones de europeos migrantes, Argentina fue, después de Estados Unidos, el país receptor más importante de la inmigración europea de fines del siglo XIX y principios del XX. Tras los procesos de violencia institucional de los 60 y 70, la Argentina comenzó a sufrir procesos migratorios inversos con población que dejaba de manera forzada el país. Ya en democracia, las distintas crisis económicas generaron el fenómeno de jóvenes migrantes que, voluntariamente, comenzaron a instalarse en el exterior. Así, se comienza a dar en la Argentina el fenómeno de los “padres huérfanos”: sufren la partida de sus hijos que emigran buscando mejores expectativas. ¿Qué pasa con ese fenómeno?
Distintas encuestas realizadas en los últimos 3 años (primero una encuesta realizada por UADE, luego otra hecha por UBA y, finalmente, una hecha por el Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires) evidencian que alrededor del 70% de los jóvenes consultados manifiesta su intención de emigrar si tuviera la posibilidad de hacerlo. Si bien no hay datos oficiales sobre migrantes argentinos, un informe realizado por la BBC en enero de 2022 estimaba que, entre septiembre de 2020 y junio de 2021, habían emigrado de la Argentina unas 60 mil personas, equivalente a unos 200 emigrantes por día. Y el nicho de migrantes se focalizaba entre jóvenes de buen nivel educativo y buen manejo de idiomas, en definitiva, con buenas aptitudes y herramientas para desarrollar con éxito una carrera en el exterior.
En abril pasado, cuando se inauguró la nueva terminal de partidas del aeropuerto de Ezeiza, se dijo “que salga por acá la menor cantidad de argentinos porque no sobran dólares”. Pero, más allá del problema de desequilibrio por la falta de moneda extranjera, debería preocuparnos el fenómeno social de un país en donde los jóvenes ansían emigrar y, los que pueden, tratan de hacerlo, convencidos de la falta de posibilidades en su país y de la potencialidad de desarrollo en el extranjero.
Distintas encuestas realizadas en los últimos 3 años evidencian que alrededor del 70% de los jóvenes consultados manifiesta su intención de emigrar si tuviera la posibilidad de hacerlo
Los padres suelen acompañar ese proceso con dualidad de sensaciones: por un lado, cierto optimismo por una mayor apertura de opciones para sus hijos y la posibilidad de que los nietos también gocen de más oportunidades. Por el otro, la angustia del “nido vacío” potenciado, porque no se trata solo de los jóvenes que dejan sus hogares para forjar sus propias vidas, sino que el proceso de construcción de independencia se realiza a miles de kilómetros de distancia.
¿Qué pasa con esas familias de “padres huérfanos”? ¿Qué pasa con esos lazos? ¿Qué pasa con los “abuelazgos” (cuando los hijos comienzan a formar familias) a la distancia?
En general, los padres sufren la pérdida de una relación física cercana con los hijos. Tratan de convencerse de que los hijos están mejor y que deben focalizarse en ese aspecto. Pero muchas veces caen en la cuenta de cierto “autoengaño”. Son testigos a la distancia de los éxitos de sus hijos, o bien sufren los problemas de relacionamiento de su descendencia con el nuevo lugar. E, incluso con las facilidades virtuales de comunicación, no hay tecnología que reemplace una caricia, un beso, un abrazo. Cuando los hijos forman familia, estos padres huérfanos pierden la posibilidad de ver nacer y crecer a sus nietos, y los nietos pierden la posibilidad de experimentar el acompañamiento de los abuelos, tíos y primos, con la enorme y significativa pérdida que eso conlleva en el crecimiento de los niños. ¿Cuánto vale ese sufrimiento? ¿Los beneficios de un “horizonte mejor” compensan realmente el sacrificio?
Con el paso del tiempo, son los hijos los que comienzan a sufrir de manera más marcada los problemas propios de la lejanía con los padres. Primero, por no contar con el respaldo de los abuelos que son muchas veces clave en la crianza de los nietos y, en segunda instancia, por los problemas de salud que comienzan a presentarse a medida que envejecen los padres y los inconvenientes de no poder atenderlos en las eventuales crisis médicas o en procesos largos de enfermedades prolongadas. La angustia de los hijos que sufren el potencial aviso ante una eventual crisis médica de los padres se experimenta con un marcado sufrimiento. La impotencia de no estar en los momentos difíciles de quienes les dieron todo para crecer se vive con culpa y con mucha tristeza.
Posiblemente, todavía no entendamos cabalmente las implicancias de este proceso migratorio y es probable que veamos sus consecuencias más severas en la próxima década
También el país sufre con el éxodo de los jóvenes migrantes. En términos de valor económico, el potencial de riqueza económica que se pierde es significativo. Pese a que aún no hay informes que den cuenta de esta merma, es innegable que no es “gratis” para el país ver partir jóvenes formados y que podrían aportar mucha valía a las empresas y emprendimientos locales. Incluso, se trata de jóvenes muchas veces formados por la educación pública que, incluso aunque regresen, habrán aportado algunos de sus mejores años de actividad al país extranjero que los acoge, y que recibe impuestos de profesionales que no formaron ni financiaron.
Posiblemente, todavía no entendamos cabalmente las implicancias de este proceso migratorio y es probable que veamos sus consecuencias más severas en la próxima década: padres huérfanos y generaciones enteras que se pierden en estos procesos de migración que nunca son convenientes para ningún país. Lamentablemente, esto es una muestra de cómo el país ha experimentado una involución en los últimos años y, pese a los esfuerzos, no logra mitigar este fenómeno.
El autor es Presidente y rector honorario de UADE
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