Las enseñanzas universales de J. M. Coetzee
Por lo general hay que contentarse con los libros. El escritor puede cambiar o no, para bien o para mal nuestra expectativa, pero un buen libro nunca defrauda. Así, o no tanto, me sucedió el pasado mes de julio en una conferencia ofrecida por J.M Coetzee en el auditorio del Museo del Prado. Se titulaba Los lenguajes del arte y tenía como presentadora a Mariana Dimópulos, su traductora al español.
Era una tarde madrileña donde el verano se estrenaba con su timidez amarilla y rumorosa. Caminé con la idea persistente de que mejor me quedaba con los libros, de que me iba a decepcionar. Recorrí a paso lento, regodeándome con las sombras intermitentes de los cedros, el breve trayecto entre la estación de Atocha y el museo. La calle estaba desolada. Cuando entré al auditorio tuve la sensación de que todos estaban ahí. Por lo visto hay mucha gente que quiere ver al escritor como asomándose por encima del libro. Tomé, por si acaso, un auricular para escuchar la conferencia en español.
Cuando todo estaba listo entró Coetzee por el lado derecho. Desgarbado, tímido, retraído como un niño al que se ha castigado con toda esta gente a las que se les dio un libro y no le hicieron caso. Ahí supe que la grandeza de un escritor está en otro lugar, en un terreno imposible de ver por tanta gente en un mismo lugar.
Cuando comenzó el diálogo con su traductora, me percaté de que no necesitaba del auricular, y absorto escuché un inglés como el de sus libros, medido y bien pensado. Lo tenía todo escrito, pero lo leía como si fuera un personaje de un diálogo platónico, daba la sensación de que sus palabras salían recién hechas.
Dijo, la verdad, cosas que no estaban en sus libros pero seguían siendo sus libros. Habló de su experiencia con el idioma inglés, el que nunca sintió como suyo y el que le daba la sensación de ser un idioma extranjero. Luego nos compartió la sospecha de que los grandes libros van más allá del idioma. Es tan así, según él, que decidió dar a la imprenta la traducción al español de su novela El Polaco antes que el original en inglés. Alguien así, pensé, es más que un escritor, es un artista del hambre, es Kafka forjando en el más fácil alemán las pesadillas más pavorosas, era Wilde diciéndonos que la crítica es más ardua que la creación en una prosa sencilla, ya no simple.
Por supuesto, la literatura no puede alcanzar la universalidad de los colores y las formas y se ha de quedar en el lenguaje, es lenguaje. Pero nos es dado querer que sea algo más. En un momento, menciona el cuadro Representación de San Jerónimo leyendo de Georges de la Tour. Hay algo ahí, es una representación de la representación, algo que va más allá de la palabra, de la enunciación. No es lo mismo decir: “San Jerónimo está leyendo” que verlo leer. En algún sentido tampoco es lo mismo este Coetzee reflexivo que el indefenso y desvalido de Verano, o el rebelde de Juventud.
La literatura tiene, sin dudas la ventaja de decir este soy yo y que termine por ser todos los hombres, la pintura nos representa a un hombre que podemos llegar a ser a través de contemplación como un espejo. En todo caso, la finalidad del arte es devolvernos a nosotros mismos una imagen de lo que podríamos ser, lo cual se acerca a la universalidad de decir todos vamos a morir o mirar el cuadro Las edades y la Muerte de Hans Baldung Grien. No es sorpresivo, pienso, que al ofrecer una respuesta, Coetzee decía invariablemente: «The answer is yes and no» En esas reflexiones me mantenían las palabras de Coetzee cuando Mariana, casi al final, le pregunta por el arte que más lo inspira. Coetzee termina murmurando: la música, la música.
Una vez concluida la charla, había un grupo de personas con libros en la mano, dispuestas a conseguir la tan ansiada firma. El auditorio volvió a ser ese grupo de turistas perdidos entre las obras de arte, con libros no leídos entre los brazos al tiempo en que Coetzee se convertía en San Jerónimo poniendo nombres desconocidos en la primera página de su libro. Conseguí un ejemplar de Verano tal vez por el verano que estaba comenzando fuera. Cuando llegó el turno fui presentado al escritor, que hizo un gesto como de no haber entendido, como San Jerónimo acercándose a la hoja para ver lo que de todas formas no tiene importancia. No repetí luego mi nombre, sino que escuché la pluma rasgar el libro con obstinada paciencia.
Al fin salí al paseo del Prado con sus cedros diluyéndose en una fresca noche. Llevaba en la mano la novela que a ratos abría con temor a no reconocerme. Tenía la impresión de haberle arrebatado de la mano el papel a San Jerónimo para percatarme de que la hoja estaba en blanco, de que el poema estaba en otra parte. El ruido nocturno de la ciudad, repoblada, eufórica, no me dejó terminar de leer.