Fui, vi y escribí: Un misterioso rayo rojo
Hola, ahí.
Había una vez una mujer hermosa e inteligente que fue artista e inspiración y que vivió libre y ajena a las convenciones sociales de su tiempo.
Su figura es clave en la historia del arte y muchos datos de su vida se conocieron recién en los últimos años, cuando el concepto de “musa” dejó de ser la definición estática de una obsesión o el nombre dado a la mujer que posa para la creación de otro y adquirió una connotación más activa, además de un merecido reconocimiento.
Se llamaba Joanna Hiffernan y era irlandesa. La llamaban Jo.
Hoy voy a hablarte de ella.
Blusa verde y escote
Su cabellera era una llamarada y un escándalo por partida doble: el color cobrizo era huella elocuente de su origen celta y vulgar para el espíritu victoriano y, además, solía usar el pelo suelto, algo que solo las mujeres del escalón social más bajo hacían.
Lo que le dio fama universal, sin embargo, fue el contraste entre el rojo de su pelo y y el blanco de los vestidos que luce para siempre en tres retratos pintados por James McNeill Whistler (1834-1903), el artista que introdujo el impresionismo en el Reino Unido.
Joanna Hiffernan nació en Limerick, Irlanda, en 1839. Era la tercera hija de siete hermanos en una casa en la que, si bien no faltaba educación, siempre faltaba dinero. Su padre, que trabajaba de manera irregular, era un hombre algo bohemio, irresponsable y fuerte bebedor. Huyendo de la pobreza, la familia numerosa llegó a Londres en 1843.
Aunque Joanna tuvo poca educación formal fue, sin embargo, una persona talentosa, sagaz y laboriosa. Desde muy chica se movió en el mundo del arte: dibujaba, pintaba y también modelaba. En 1860 conoció a Whistler, norteamericano y mundano, quien gracias a la profesión de su padre, que era ingeniero ferroviario, había tenido la posibilidad de vivir y formarse como artista en San Petersburgo y en París. Enseguida comenzaron a vivir juntos en el este de Londres, cerca de los muelles.
Por esos años Whistler comenzó a pintar Wapping, la famosa obra en la que se ve a una mujer pálida y a dos hombres sentados a la mesa de una taberna, a orillas del Támesis, en el distrito londinense que lleva el nombre del cuadro. Hay un mantel floreado, ella está al lado de uno de los hombres y frente al otro. Ellos conversan, ella parece escuchar. Su brazo derecho se extiende sobre una baranda, lleva el pelo rojizo recogido en una trenza, aros y un collar: no se la ve incómoda aunque tal vez, sí, cansada. El escote de su blusa verde parece revelar no solo fragmentos de piel sino también un oficio, el de prostituta.
La modelo detrás de esa mujer fue Joanna Hiffernan. Yendo hacia atrás de esta imagen central es posible hacer foco en la conversación de dos hombres; también en algunos veleros, en las pequeñas figuras arriba de botes de remos, o en un barco de vapor y embarcaciones de todos los tamaños, que ocupan gran parte del canal. Hay edificios que se extienden a lo largo del río que se ve gris. Es Londres, hay bruma.
Lo interesante, dicen algunos críticos, es lo que irrumpe en la representación de esa imagen costera ya que hay algo de bar parisino y liberal en la escena de la taberna al aire libre, un espíritu que rompe el previsible clima victoriano de la época. Domina cierto atrevimiento en el que la imagen de esa mujer distante tiene mucho que ver.
La obra está en la National Gallery de Washington.
La chica de blanco
Una joven de pelo rojo, rizado, largo y algo desprolijo. Un vestido blanco y largo, de época. Unos ojos verdosos que miran a lo lejos o a ninguna parte; una florcita quebrada en la mano. Bajo los pies de la mujer, una alfombra hecha con la piel de ¿un perro? ¿un lobo? cuya cabeza está ahí, embalsamada y congelada en un gesto de boca abierta. Bajo la alfombra animal, una alfombra floreada, convencional. Detrás de la joven, un cortinado también blanco.
El juego de blancos, la mirada inexpresiva de la muchacha, cierta desprolijidad formal, todo resultaba demasiado enigmático y sugerente para el público victoriano, acostumbrado a narrativas más claras e, incluso, moralizantes. Pero Whistler era un artista que jugaba las fichas del arte por el arte: nada de reglas, nada de imposiciones religiosas o morales.
La pintura, un óleo de 215 cm × 108 cm, originalmente se llamó The White Girl, aunque luego su autor cambió el nombre por el de Sinfonía en blanco nº 1. El encuentro del artista con Dante Gabriel Rossetti y otros prerrafaelitas (que consideraban como modelos a los pintores previos a Rafael) tuvo clara influencia en su obra. Whistler y Joanna Hiffernan asistieron además a sesiones de espiritismo en la casa de Rossetti y, según algunos relatos, ella mostró capacidad como medium tanto allí como en otros encuentros que se celebraron en la casa en la que vivía la pareja entonces, en Chelsea.
Así describió Whistler el cuadro que hoy es famoso, en una carta a un amigo. “…una mujer con un hermoso vestido de batista blanco, parada frente a una ventana que filtra la luz a través de una cortina de muselina blanca transparente, pero la figura recibe una luz fuerte desde la derecha y por lo tanto la imagen, salvo el cabello rojo, es una hermosa masa de color blanco brillante”.
La pintura fue realizada entre 1861 y 1862 en París y en Londres y fue rechazada tanto por la Royal Academy de Londres como por el Salón de París, los espacios legitimadores del arte de su tiempo. Sin embargo, fue expuesto con cierto éxito de público en una galería londinense y, más tarde, en el Salon des Refusés, donde se exhibían las obras rechazadas por el Salón de París. En 1863, el cuadro de Whistler compartió allí espacio con otros grandes artistas que también habían visto rechazados sus trabajos como Gustave Courbet o Camille Pisarro. Ese año el jurado le había dicho que no a un tercio de las obras presentadas, por razones formales y morales.
Criticada por los más apegados a las reglas, defendida por quienes creían en la libertad del arte y que veían contenido espiritual en la obra, la muchacha pelirroja de Whistler, que recibió lecturas que hablan acerca de la inocencia perdida, pudo verse ese año exhibida en la misma sala en la que se mostraba uno de los grandes escándalos de su tiempo, el Almuerzo sobre la hierba, de Édouard Manet.
Un paisaje natural, dos hombres y una mujer sentados sobre el césped. Ellos, completamente vestidos; ella, desnuda. Los hombres conversan; al menos uno de ellos habla mientras el otro parece escuchar y observa algo, a lo lejos. La mujer no parece estar atenta a lo que se dice; en cambio, concentra su mirada en quien la pinta. Hoy diríamos que mira a la cámara.
Detrás, una mujer con una enagua se baña en el río. La mujer desnuda que está en primer plano parece que acaba de salir del agua y se está secando. ¿Cuál fue el escándalo? ¿El desnudo o la mirada?
Las obras de Manet y de Whistler comparten cierta tosquedad técnica deliberada y la fuerza de una estética libre por sobre el relato, en lo que entonces era claramente vanguardia artística. Se considera que ambas pinturas sembraron la semilla del impresionismo
Sinfonía en blanco nº 1 o The White Girl fue propiedad de la familia Whistler hasta 1896, cuando el sobrino del artista le vendió la obra al coleccionista Harris Whittemore. En 1943, la familia de Whittemore la donó a la National Gallery de Washington, donde puede verse en la actualidad.
Amante, musa, administradora
Vivieron juntos durante unos 7 años pero mantuvieron un vínculo estrecho hasta la muerte de Jo. Whistler no solo estaba obsesionado con su belleza sino que confiaba en ella como en ninguna otra persona. No hay modo de confirmar su influencia en términos artísticos más que en lo que se ve, es decir todos los cuadros, dibujos y bocetos en la que Joanna Hiffernan es la modelo.
Sin embargo, a juzgar por algunos ejemplos de la historia (la artista Suzanne Valadon fue también una de las modelos favoritas de Toulouse Lautrec, por ejemplo) es posible pensar que la irlandesa no fue solo la figura quieta y ausente de los cuadros sino también la compañera fervorosa con la que el artista discutía cuestiones formales de su obra y también temas clave de su vida. De hecho, ella era quien se ocupaba de la venta de los cuadros de Whistler y quien administraba todo su trabajo. En alguna oportunidad que permaneció fuera de Europa por varios meses, le dejó un poder omnímodo y también hizo un testamento a su nombre. Ponía las manos en el fuego por ella.
La familia de Whistler no aceptaba a Joanna. Era una cuestión de clase, sin duda, pero también rechazaban que vivieran juntos sin estar casados y, además, había algo en la personalidad de la mujer que no estaba a tono con la época y les disgustaba: Jo era una mujer fuerte e insumisa. Cuando la severa madre de Whistler —protagonista de otra de sus grandes obras— llegó de Estados Unidos para una larga estadía en enero de 1864, a Joanna le tocó irse de su casa y buscar albergue en casas de amigos.
Se lee en el Diccionario de biografías irlandesas: “Hiffernan continuó con su propia pintura y dibujo y vendió su trabajo a marchands. Whistler la retrató en entornos domésticos en numerosos dibujos, aguafuertes y grabados a punta seca. También modeló para sus grabados en madera, que ilustran cuentos y novelas por entregas en publicaciones periódicas del mercado masivo. Como tenía mejor cabeza para los negocios, llevaba sus cuentas y, cuando escaseaba el dinero, vendía sus obras a los marchands de arte de Bond Street. Desconcertaba a amigos y conocidos con mentalidad convencional, así también como a extraños, con su comportamiento seguro y firme, su gusto por la ropa costosa y extravagante y su sentido algo atrevido en la forma de vestirse”.
Hay relatos, cartas, documentos que prueban que los parientes de Whistler pensaban que la influencia de la irlandesa en el pintor era demasiado poderosa. El padre de Hiffernan, en cambio, se refería al artista como “mi yerno”.
Más allá de la relación como pareja, siempre siguieron unidos al punto que Joanna, junto con su hermana Bridget, se hicieron cargo de gran parte de la crianza de Charles, un hijo que Whistler tuvo con otra mujer.
Blanco sobre blanco
Son tres retratos, tres sinfonías. Tres modos de “contar” a Joanna desde la pintura .
Recién te hablé de la primera de las obras, hay dos más. En Sinfonía en blanco nº 2 (de 1864; hoy en la Tate Britain de Londres), Hiffernan está de pie con un traje de mañana de muselina blanca en un interior doméstico burgués estéticamente decorado, su rostro reflejado en un espejo sobre una repisa de la chimenea sobre la que estira un brazo mientras mira con nostalgia en su dedo con anillo de bodas. En la otra mano, un abanico oriental.
Sinfonía en blanco nº 3 (1865–1867) pertenece a la colección del Instituto Barber, Universidad de Birmingham) y es la última de las “fotografías” de Whistler para las que Joanna modeló. Luce un vestido blanco, se la ve de frente, con el codo derecho apoyado en el sofá en el que está sentada. A su lado, hay otra mujer joven vestida de color crema que está sentada en el piso, de perfil, a sus pies.
También aparece Joanna con otra modelo femenina y con el propio Whistler en El estudio del artista (obra de 1865; está en la Hugh Lane Gallery, de Dublin), un cuadro que se considera un estudio preliminar para una pintura grupal que fue abandonada. Hay una versión idéntica en cuanto a la composición pero más definida, que puede verse en el Instituto de Arte de Chicago.
Hay también pinturas de Joanna con motivos orientales y decenas de dibujos y bocetos. Hay un cuadro en el que ella está vestida con un traje chino y rodeada de porcelanas (Púrpura y rosa, (de 1864, está en el Museo de Arte de Filadelfia), y en otro se la ve con un traje japonés. La obra se llama Capricho en púrpura y oro: el biombo dorado (también de 1864, está en el Smithsonian de Washington).
No pude encontrar obras de Hiffernan, es decir, de su autoría. Si algún lector las conoce o encuentra alguna reproducción, le agradecería muchísimo si me las envía.
El otro pintor
Ya dije que Joanna era hermosa e inteligente. También que pintaba y dibujaba. No dije sin embargo que acostumbraba a entonar temas populares irlandeses y que podía ser muy divertida y con gran sentido del humor.
Hubo otro hombre que la amó y para quien esto último era tan importante como su belleza. Se trata del pintor francés Gustave Courbet (1819-1877), quien en 1865 pasó una temporada con Whistler e Hiffernan en Trouville, en la costa normanda, donde quedó fascinado con ella y con su personalidad.
Así, en trance, la pintó en Jo, la bella irlandesa en 1865, una obra en la que ella se mira en un espejo de mano mientras con la mano libre se desenreda la cabellera. De esta obra Courbet hizo cuatro versiones.
Todo lo que sigue en la relación de Courbet con Hiffernan es misterio, versiones y suspicacias.
En 1866 Whistler partió a Sudamérica en un viaje por nueve meses y hay quien cree que Joanna Hiffernan se instaló en París y fue modelo y amante de Courbet.
Algunos críticos sostienen que es ella una de las dos mujeres de El sueño (1866; Petit Palais), una obra encargada por el adinerado diplomático turco Khalil Bey (1831-1879), fervoroso coleccionista de arte y celebridad social, que vivía en París. La pintura muestra a dos mujeres acostadas y entrelazadas en un abrazo indiscutiblemente erótico, sobre un lecho algo desaliñado. Una es rubia, la otra tiene el cabello cobrizo pero sin embargo no es el tono conocido del pelo de Hiffernan. Sin embargo, casi no hay dudas de que una de esas mujeres es ella.
Más interesante aún es la especulación acerca de que Joanna sería la modelo detrás de la que posiblemente sea la pintura más escandalosa de la que se tenga registro (y que aún incomoda, indigna o excita, según el caso). La censura sobre el cuadro puede apreciarse simplemente dando una vuelta por Internet.
Te hablo de El origen del mundo (el nombre no lo puso Courbet y, más bien, parece propio de alguien que buscó quitarle erotismo a la imagen) y durante muchos años fue el cuadro más mencionado y menos visto de la historia. Muestra el cuerpo recostado de una mujer desde los pechos, apenas tapados, hacia abajo, con los genitales en primer plano. Un pubis rotundo, piernas abiertas, vulva y nalgas que asoman.
El singular uso del color (“el refinamiento de una gama de colores ambarina”, dice el catálogo del Museo de Orsay, que alberga a la obra desde 1995) es lo que la exime de un registro del todo realista y, de ese modo, de la posibilidad de señalarla como pornográfica.
El óleo, de 46,3 x 55,4 cm, fue encargado a Courbet también por el diplomático Khalil Bey —obsesionado con las mujeres y sus cuerpos— quien solo la exhibía ante algunos íntimos. Los rastros de la pintura se pierden en la Budapest ocupada por los nazis y hay anécdotas sobre supuestos encontronazos entre nazis y soviéticos para quedarse con la obra.
El diplomático turco cayó en desgracia por deudas de juego. El anticuario Antoine de Narde compró el cuadro escandaloso en un remate. Más de veinte años después, la pintura es vista en una casa de antigüedades y está cubierta por otra pintura de Courbet: un paisaje. En 1913, ambos cuadros aparecen en una galería de París y nadie sabe quién es el dueño del cuadro. El conde Ferencz Hatvany, pintor y coleccionista, exponía en esa galería y decide comprar todos los cuadros de Courbet. Se los lleva a Hungría y El origen del mundo sigue pudorosamente oculto y observado a hurtadillas.
Durante la invasión, los nazis saquearon las obras de arte y, entre ellas, las de Courbet. Aparentemente fueron los rusos los que la recuperaron y se la devolvieron a la familia del conde húngaro.
En 1981 muere el gran psicoanalista francés Jacques Lacan a los 80 años y entonces comienza a circular la versión de que él era el propietario de la obra de Courbet aunque, naturalmente, no estaba exhibida en los salones de su casa. De hecho, la había enviado a una propiedad en las afueras. Lacan la había comprado en 1955.
La pintura fue entregada al Estado francés por la familia de Lacan como forma de pago por los derechos sucesorios. Fue mostrada por primera vez al público en 1988, en la muestra “Courbet Reconsidered”, en el Brooklyn Museum de Nueva York.
Desde 1995 se exhibe en el Museo de Orsay.
Tuve la fortuna —y la sorpresa— de verla dos años antes, en 1993. Fue en el Centro Pompidou, y la pintura de Courbet era la pieza distinguida de “Féminismasculin. Le sexe de l’art” (Femeninomasculino. El sexo del arte), una muestra fabulosa que preanunciaba que las cuestiones de género se convertirían en un tema clave de nuestra era. Una exposición que, tal vez, hoy, entre la cancelación progresista en nombre de las minorías y de su contracara, el fundamentalismo religioso de ultraderecha, no podría llevarse adelante.
Aunque en los últimos años hay versiones firmes que sostienen que la modelo para El origen del mundo fue una bailarina amante de Courbet, las versiones acerca de que nuestra irlandesa era la verdadera musa tras esa vagina en primer plano reverdecieron cuando en 2013 un estudioso del arte de Courbet halló un cuadro que parecía completar de manera perfecta a la obra erótica.
El cuadro se habría pintado entre 1858 y 1869 y los cortes en los bordes de la obra hacían pensar que fue separado de una tela más grande, probablemente el original de una sola pieza. Los expertos entonces determinaron que los pinceles y las pigmentos utilizados en ambas obras eran los mismos.
Se trataba de una pintura de 41 x 33 cm que muestra la cara de una mujer, casi de costado y como recostada. Si se juntan ambas pinturas, podría verse que integraban una misma obra.
El rostro de la mujer recuerda sin dudas al de Joanna Hiffernan.
El final
Se perdieron los rastros de la vida de Jo en sus últimos años. En una carta fechada en 1882, una hermana de Courbet menciona a “la bella chica irlandesa”, quien supuestamente estaría en Niza a cargo de un local de venta de antigüedades y también de obras del pintor francés. Siempre se le habían dado bien las ventas y los números.
Alguien creyó verla en el entierro de Whistler, en 1903. Posiblemente vieron a Bridget, su hermana, quien estaba casada con un secretario del artista, Jo había fallecido unos cuantos años antes.
La chica de blanco murió en Holborn, Londres, en 1886, a causa de una insuficiencia respiratoria, luego de sufrir durante gran parte de su vida de bronquitis crónica.
No tuvo hijos.
Arte y pirulines
Y ya que hablamos de arte y colaboración, te invito a que si andás por Salta te des una vuelta por el Museo de la Ciudad “Casa de Hernández” (La Florida 97), que alberga hasta el 11 de febrero una muestra preciosa compuesta por obras de chicos que asisten a un taller de arte y también de adultos, que trabajaron sobre las obras de esos mismos chicos.
Esto tiene que ver con un proyecto que cumple 35 años y es el del Taller Azul, un espacio para chicos “con pajaritos en la cabeza” que conduce la artista plástica salteña Silvia Katz y que viene formando generaciones de artistas desde 1987 y reflejando esa obra en los libros que publica año a año, desde 1995.
La muestra y el nuevo libro se llaman 35 pirulines y reúne la obra de 171 creadores: 57 alumnos del taller, la misma cantidad de artistas visuales y de escritores y poetas.
Vas a sorprenderte cuando veas lo que hacen los chicos y también la calidad de los nombres de ilustradores y autores de los textos que acompañan las imágenes. Te tiro algunos, primero entre los artistas plásticos: Yuyo Noé, Isol, Itsvanch, Pablo Bernasconi, Flor Balestra, María Wernicke. Entre los escritores, vas a poder leer textos de Laura Devetach, Luis Pescetti, Gigliola Zecchin (Canela), Paula Bombara, Mario Méndez, Eduardo Sacheri, Marina Colasanti, Yolanda Reyes y María Teresa Andruetto. Y muchos más.
El libro se consigue en Buenos Aires
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Se acercan las fiestas y un cóctel de revolución y melancolía se agita en nuestras cabezas y en nuestros corazones. Nos acercamos a un nuevo año con incertidumbre pero también con buenos deseos. Y es que somos humanos, necesitamos convencernos de que vamos a estar mejor.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés algo para contarme o decirme acerca de estas cartas, me interesa saber qué pasa del otro lado.
Las navidades se apilan en la memoria como un álbum de fotos personal, que cada vez marca más ausencias. Espero, de corazón, que puedas celebrar con los tuyos y con la gente que querés. En lo personal, creo profundamente en esos encuentros que nos fortalecen.
Te digo chau y hasta la próxima. Y, por supuesto, brindo por todos nosotros.
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