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“Adiós”, Gustavo Cerati a través del estupefaciente lacaniano

Estoy transitando desde hace dos largos años un período de consumo masivo de la droga más adictiva del mundo: el psicoanálisis. Yo, aprendiz inconsciente de filósofo y crítico de arte contemporáneo, contemplo con pavor mi escritorio invadido por libros de Lacan o sobre Lacan. Uno de los culpables de la recaída es Massimo Recalcati, estrella fulgurante del firmamento psicoanalítico italiano. Perdí la cuenta de las horas empeñadas en escuchar sus conferencias, charlas, seminarios y podcasts. No deben ser menos de quinientas.

El demencial volumen de producción de Recalcati (prueben a tipear el nombre en Youtube y lo comprobarán) habilita a semejante gasto (o inversión, o despilfarro). Publicó también decenas de libros, pero como Recalcati es más poeta que psicoanalista, ninguna instancia escrita iguala su oralidad, rebosante de pausas, repeticiones, digresiones, tics, sin embargo, los libros en idioma original (el italiano es mi lengua materna, literalmente) merecen ser leídos. Con seguridad, su obra magna: los dos enormes volúmenes consagrados al maestro francés, el primero titulado: Deseo, goce y subjetivación; el segundo: La clínica psicoanalítica: estructura y sujeto.

Massimo Recalcati (Foto: Roberto Serra – Iguana Press/Getty Images) (Roberto Serra – Iguana Press/)

De Lacan acabo de leer (a medias y a los tumbos) los seminarios 6, 7 y 20, y como frutilla del postre entré en sintonía fina con César Mazza, autor de Pasajes de escritura, uno de los psicoanalistas más perspicaces del país, con quien intercambiamos ocurrencias en interminables audios de WhatsApp. En realidad, a Mazza le robo hasta el plagio, pero es un robo producto de la admiración, no de la conciencia de culpa. Con ese gesto –creo– pago simbólicamente mi deuda con él. Lo cierto es que siempre se paga algún costo. En metal, en mental. Siempre. Es paradójico: mientras más fantaseamos con eludir (o postergar) el pago, más pagamos, más caro nos sale.

Pero no quiero hablar de mi vínculo con Lacan, sino de “Adiós”, la canción de Gustavo Cerati, que escuché, sí, bajo los influjos del estupefaciente lacaniano. La escuché y sentí: “Acá hay un texto”. O mejor dicho: “Acá hay otro texto”. ¿Sobre qué? Sobre la renuncia, el corte, cerrar ciclos. “Adiós” canta lo que otras canciones callan o no saben cantar o quisieran cantar y nunca se atrevieron.

La letra trata sobre la ruptura. Una pareja adolescente abandonó el país del amor y los efluvios aún repiquetean en la cabeza de los protagonistas adultos. ¿Qué sucede cuando se termina el amor? Broncas, reproches, resistencias, búsqueda de culpables. ¿Quién se atreve a infligirme semejante sufrimiento? ¿Quién es el responsable de que ya no suspiren “lo mismo los dos” y que pasados los años sean “parte de una lluvia lejos”?

“No sirve el rencor”, escribe Cerati, pero resulta muy atractivo. Odiar al otro, buscar en el otro la causa del trastorno, la suma de todos mis males. Esos rencores son simplemente “espasmos después del adiós”.

Gustavo Cerati 1959-2014 (Foto: cerati.com)
Gustavo Cerati 1959-2014 (Foto: cerati.com)

¿Por qué cuesta tanto (volvemos al precio) el corte? Cortar cuesta porque supone limitar la repetición. Está claro, no hablo solamente de la interrupción amorosa; cortar con el goce autista e inservible (renunciar al malestar) no es sencillo, aunque parezca fácil. Nos aferramos al malestar porque de alguna manera nos hace bien. En general tendemos a regodearnos en el dolor, estancarnos allí, quejarnos sin cesar por las infamias sufridas. Es lógico, quien vive en la queja no está dispuesto a soltarla. Quien vive en la queja adora la queja, la queja lo colma, le da sentido a su vida. Por eso “ponés canciones tristes para sentirte mejor”, porque existe en el dolor infinito un goce infinito.

Quien permaneciera en la escucha repetida de canciones tristes estaría al filo del colapso melancólico. Afortunadamente, tiempo más, tiempo menos, nosotros, neuróticos empedernidos, en sus distintas tipologías (histéricos, fóbicos, obsesivos), salimos a flote y entendemos que “del mismo dolor vendrá un nuevo amanecer”. Es una pequeña torsión que permite utilizar la propia agonía para levantarnos de la cama. El mismo dolor que antes nos laceraba ahora nos renueva.

Frente a la disolución (de una pareja, de un ideal, de una certeza) el dolor puede surgir por la previsión de que si mutuamente “colmaban la necesidad” del otro, ese vacío retornará. Aunque haya estado siempre, “hay vacíos que no pueden llenar”. El vacío es constitutivo de hombres y mujeres, incurable, salvador, sin vacío no existirían la cultura ni el arte ni la ciencia; Cerati lo sabe y sabe también que la profundidad del vacío entre dos sujetos es irreductible, de ahí la retorcida afirmación de Lacan: no hay relación sexual. Por lo visto, la frenética ilusión de colmar el vacío con un bazar de maniobras múltiples conduce a fracasos mucho más estrepitosos que la aceptación del límite.

Cuando el corte no se concreta, los dos, o uno de los dos queda “esperando ecos que no volverán”. Son las ansias de repetir el camino, pero la pérdida es la ley fundamental de la existencia humana. Podríamos volver, por supuesto, si hubiese un lugar adonde volver.

Jacques Lacan
Jacques Lacan 1901-1981 (Foto: Sipa/Shutterstock) (Sipa/Shutterstock/)

Finalmente, “separarse de la especie por algo superior”. Hegel sostiene que para forjarse una personalidad es necesaria la exogamia, escapar de la familia, destruir lazos que sólo escribirán nuestro nombre en la sepultura. Muchas veces la familia ve con malos ojos el desprendimiento; ¿cómo nos hacés esto? ¿Qué hicimos mal? (imaginen la reacción de los padres al enterarse de que el hijo mayor eligió la filosofía como su destino). Esa separación, aclara Cerati, “no es soberbia, es amor”.

Los últimos versos condensan toda la letra y dan pie a una enseñanza imposible de aprender, porque nada de lo referido es del orden del saber, renunciar a ningún goce es del orden del saber (ni de la voluntad), en algún momento influyen la voluntad y el saber, pero hasta la eclosión del click, de la contingencia analítica o el nacimiento de un nuevo amor, nada sirve. Son dos versos tan simples como complejos: “Poder decir adiós /Es crecer”.

Me parece crucial destacar un matiz; Cerati no dice, decir adiós es crecer; dice: poder decir adiós, o sea, remite a una potencia, al coraje, al arrojo, a la arrogancia, a la rebeldía, a una segunda vida. Poder decir adiós a los viejos miedos de siempre, a los goces rancios, al paraíso perdido de la infancia. El trabajo analítico (siguiendo la línea de la letra) nos coloca en la puerta del acto (poder decir adiós), pero dar el paso nos atañe exclusivamente a nosotros. Trabajo duro, arduo, son cuantiosas cantidades de goce en juego. Pero vale la pena.

La canción "Adiós" de Gustavo Cerati está incluída en el disco "Ahí vamos", publicado en 2006 (Foto: EFE)
La canción "Adiós" de Gustavo Cerati está incluída en el disco "Ahí vamos", publicado en 2006 (Foto: EFE)

La noción de poder me vuelve a empujar –ya adicto irrecuperable– hacia la sustancia lacaniana: Savoir y faire avec le sinthome. La fórmula se puede traducir como darse maña con el síntoma o saber darse maña con el síntoma. Le agregaría una tercera versión, sin apoyatura en el original, poder darse maña con el síntoma, aprender a darse maña con lo que habitualmente mina la existencia cotidiana. No se trata de un saber hacer técnico. Se trata de saber manejarse, en la medida en que el sujeto podría padecer un síntoma y utilizarlo a su favor. En definitiva, encontrarle la vuelta; sublimar, diría el doctor vienés.

Arriesgo una interpretación del cierre del video musical. El beso entre los jóvenes (un flashback) se asemeja a la luz de las estrellas muertas, irremediablemente perdidas, pero que a su modo permanecen en nosotros, conformando nuestra subjetividad, con lo bueno y lo malo, lo triste y lo festivo; dicho en jerga: el corte (el fin del goce, el fin del análisis) total es inalcanzable. Algo pervive, insiste, ningún goce se deshace, ningún síntoma se licúa completamente, ninguna repetición se extingue hasta desaparecer.

Me resisto a comparar “Adiós” con otras canciones de Cerati, a juzgar su belleza. “Amor amarillo” es maravillosa, ”Zona de promesas”, fugaz; “Corazón delator”, un roble, “Un millón de años luz”, eterna. Todo Cerati es imprescindible, aunque sólo en “Adiós” encuentro en estado puro la potencia transformadora del psicoanálisis: permitirnos contar como comedia lo que alguna vez se vivió como tragedia.

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