Jackie Kennedy: la sonrisa que deslumbró a occidente, el magnicidio que partió su vida y los duelos que la marcaron
Hay dos cosas de Jacqueline Kennedy Onassis, de cuya muerte se cumplen treinta años, que el mundo vio más que todas las otras cosas de Jacqueline Kennedy Onassis. Su elegancia y su belleza deslumbrantes, que hizo que se la definiera como la encarnación posible de la realeza en Estados Unidos y que hizo también que 56 millones de habitantes de ese país miraran al mismo tiempo el tour por la Casa Blanca que grabó para la televisión, y su desesperación asfixiante, esa que la subió al capot del auto en el que viajaba con su marido, John Fitzgerald Kennedy, en el momento exacto en el que al Presidente norteamericano le volaron la cabeza a tiros. Esa desesperación que hizo que ella, un tiempo después de ese 22 de noviembre de 1963, dijera que no se acordaba de nada de la escena porque el shock le impedía recordar, y que hizo que un agente de inteligencia se trepara al capot para volver a sentarla en el asiento y evitar que la tragedia fuera todavía mayor.
Por un lado, la elegancia, la belleza pero también la formación intelectual de Jackie deslumbraron no sólo a los Estados Unidos sino a todo Occidente. La revista Time, tras una visita oficial de JFK y la Primera Dama a París, llegó a decir que él la había acompañado a ella, algo que el propio mandatario festejó. Su manejo del idioma francés y sus conocimientos de literatura, de arquitectura y de historia del arte resonaron en sus visitas oficiales a países de todo el mundo, y revolucionaron la apariencia de la Casa Blanca. No sólo por las reformas edilicias, artísticas y de mobiliario que impulsó, sino por haber impulsado normas para que todo ese patrimonio fuera preservado de ahí en adelante.
Por otro lado, el desborde desgarrador de Jackie al momento del asesinato de su esposo mientras recorrían Dallas en un descapotable oficial es una de las imágenes de las que está hecho el siglo XX. Los oficiales del Servicio Secreto que estuvieron cerca de ella instantes después de la descarga de balas llegaron a declarar que creían que la Primera Dama intentaba recuperar partes del cráneo de su esposo y que por eso subió al baúl.
Ni la desesperación, ni el desborde, ni el desgarro la hicieron salir de escena. Insistió hasta la victoria para que los cirujanos que intentaron salvar la vida del Presidente la dejaran entrar al quirófano. Dio la estricta orden de que nadie lavara el traje Chanel rosado que se le había empapado con la sangre de su esposo porque esa iba a ser una manera de “mostrar lo que le han hecho”. Con ese traje acompañó a Lyndon Johnson, hasta entonces vicepresidente, en su jura urgente como primer mandatario. Fue una manera de legitimarlo.
Entre la belleza y el carisma que cautivó a millones de personas -y que inauguró una forma de trabajo de los paparazzis que años después se transformaría en la norma habitual de sus intrusiones-, y la tragedia a plena luz del día, con una filmación que repetiría el instante fatídico hasta el cansancio y con un funeral de Estado que se organizó bajo su estricta coordinación para que no fuera menos del que había recibido Abraham Lincoln, Jackie Kennedy Onassis fue sobre todo una mujer que tuvo una vida en la que transitar pérdidas, y por lo tanto duelos, fue algo así como un drama constante.
Jackie y JFK se casaron en 1953, después de que él lograra convertirse en senador por el Partido Demócrata. La boda, a cuya ceremonia estuvieron invitadas 700 personas, fue un acontecimiento que atrajo la atención de los medios de comunicación, de las altas esferas de la sociedad norteamericana, especialmente en Nueva York y Boston, y también de los que seguían tanto la carrera política de Kennedy como la sonrisa de su esposa. Es que ella, cuando había sido presentada en sociedad según las costumbres de la clase alta neoyorquina, había sido declarada “debutante del año”. Todavía no sabía que formaría pareja con el futuro presidente.
En 1955 ella sufrió un aborto espontáneo cuando su primer embarazo había avanzado varios meses. Ese sería su primer gran duelo. Pero el escenario se complicó todavía más apenas un año después. En 1956, tras un segundo embarazo sin sobresaltos, Jackie dio a luz a una beba que nació muerta, a la que ella y su marido llamaron Arabella. El golpe fue durísimo para la pareja, y para Jackie en particular.
En 1957, en el tercer intento por ser padres, finalmente nació Caroline, y tres años después llegaría John Jr. a sus vidas. Fue en noviembre de 1960, apenas diecisiete días más tarde de las elecciones en las que, por muy pocas décimas, John Fitzgerald Kennedy se impuso como presidente ante Richard Nixon, a quien ya le llegaría su turno de gobernar.
La vida en la Casa Blanca era estimulante para toda la familia, alrededor de la que, no obstante, nunca dejaron de circular rumores sobre infidelidades cruzadas. El affaire más famoso tal vez sea el que habría mantenido él con Marilyn Monroe. Tan estimulantes eran esos años en el Ala Este de la Casa de Gobierno norteamericana que, varias décadas después, Jackie Kennedy le recomendaría a Hillary Clinton, en su rol de Primera Dama, que atravesara la experiencia de criar hijos allí.
En ese escenario, con JFK pergeñando estrategias para obtener la reelección en 1964 y con su hija Caroline ya obnubilada por los caballos, tal como su madre, fue que, en agosto de 1963, sintió, de repente, que algo andaba muy mal. Fue, justamente, en un entrenamiento de equitación de su hija. Un dolor repentino le hizo ordenarles a sus custodios que la llevaran de vuelta lo más rápido posible a la Casa Blanca.
Lo que siguió fue entrar en trabajo de parto, aunque al embarazo que atravesaba le faltaban unas seis semanas para llegar a término. Patrick nació tras una cesárea de emergencia el 7 de agosto de 1963. Pesó dos kilos y, por una complicación respiratoria aguda, tuvo que se trasladado a un hospital pediátrico especializado en Boston, mientras Jackie permanecía también internada, en estado delicado, a 100 kilómetros de su bebé prematuro.
JFK viajó con Patrick, no se alejó de él en ningún momento y fue así que lo vio morir. Habían pasado dos días desde su nacimiento y la noticia fue el detonante de una depresión profunda para Jackie, que ya había sufrido, creía, demasiadas pérdidas.
Lo que siguió fue, según los asistentes y amigos más cercanos a la pareja, un acercamiento inédito hasta ese momento. Jackie se retiró de la escena pública por un tiempo, la acompañaron algunas amigas, viajó con, hasta entonces, su amigo Aristóteles Onassis en su yate para despejarse, y contó todo el tiempo con el apoyo de su marido, incluso aunque ese viaje despertara ciertas reservas en el equipo de gobierno. “Melancólica por la pérdida de mi hijo”, dijo ella cuando, al volver de ese viaje, los medios de comunicación le preguntaron cómo se sentía y le deslizaron cierto “enojo” de una parte de la sociedad norteamericana. Llegó incluso a pedir disculpas.
Su vuelta a la escena pública en actividades oficiales fue a mediados de noviembre de 1963, apenas tres meses después de la muerte de Patrick. Lo que siguió lo vio el mundo entero. Jackie acompañó a su marido a un viaje a Texas, en plena campaña electoral. Viajaron en aviones y en autos. El 22 de noviembre tres balazos, uno de ellos que dio enteramente en la cabeza del Presidente, dejaron a Jackie viuda y a Estados Unidos sin primer mandatario hasta que se produjera el juramento de urgencia. La pareja atravesaba un momento de compañía que no registraba antecedentes: cuando estaban duelando juntos a un hijo, Jackie perdió a John. Y todo eso pasó en menos de 120 días.
Caroline tenía seis años y John Jr. estaba a punto de cumplir los tres, y uno de cada mano de su madre asistieron al funeral de Estado dedicado a JFK. Lo enterraron en Arlington, el célebre cementerio de Washington en el que descansan, por ejemplo, los restos de los héroes de guerra norteamericanos. A su lado fueron enterrados Patrick y Arabella.
Tras el asesinato de Kennedy, Robert, uno de los hermanos del Presidente, ocupó un rol paterno en las vidas de Caroline y John Jr. Jackie se refugió en el cuidado que su cuñado, mientras criaba a su propia familia cada vez más numerosa, daba a sus hijos. Por eso, cuando Bob Kennedy, que había sido fiscal general de los Estados Unidos, fue baleado y murió en el hospital 26 horas después del ataque, el mundo de Jackie Kennedy volvió a derrumbarse. No sólo porque había perdido a una de sus personas más queridas y cercanas, sino porque, según contaba a su círculo más íntimo, empezó a temer por la vida de sus propios hijos. Tenía con qué: su marido y su cuñado, dos Kenendys, habían sido asesinados con apenas cinco años de diferencia.
En 1968, rehaciendo su vida amorosa, Jackie se sumó un apellido: Onassis. Se casó con quien había sido su amigo y vivió un poco en Manhattan, otro poco en una isla privada del Mar Egeo, en Grecia, y otro poco en París. Onassis había amasado una enorme fortuna como empresario del transporte naval y seducía a Jackie sobre todo con una herramienta: la posibilidad de garantizar la privacidad que deseaba para sus hijos. El asedio de los paparazzis, a esa altura, ya no era el mayor problema de ella: fueron años en los que el temor por lo que pudiera pasarles a Caroline y John Jr. no amainaba.
Aristóteles murió a los 69 años en 1975. Algún tiempo antes no había grandes señales de que el final de su marido se aproximaba. Pero la muerte repentina de un hijo desencadenó también el deterioro repentino del magnate, y Jackie enviudó por segunda vez. Emprendía, una vez más, otro duelo.
Vivió casi veinte años más, participó activamente de política en varias ocasiones, sobre todo manifestando su apoyo a diferentes figuras del Partido Demócrata. Se dedicó a la edición de libros, una vocación que ya despuntaba desde su juventud, cuando se formó en literatura. Nunca dejó de ser un ícono de la moda, ni de estar en el centro de posibles historias románticas. En 1993 le diagnosticaron cáncer y, aunque el pronóstico fue bueno en un principio, apenas un año después murió en Nueva York. Fue en su casa, a su pedido, cuando supo que en el hospital ya no había nada más que hacer. Cerca de ella, estaban sus dos hijos, sus seis nietos y sus cientos de libros. La enterraron en Arlington, junto a John Fitzgerald Kennedy, Patrick y Arabella.