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Juan Daniel Amelong contó la intimidad de Videla preso y el mundo de los represores en la cárcel

Daniel Amelong, en una foto tomada diez años atrás, al ser enjuiciado en Rosario por crímenes de lesa humanidad

Oficial de Inteligencia, el ex teniente y represor Juan Daniel Amelong, defendido por la candidata a vicepresidente de La Libertad Avanza Victoria Villarruel en el debate realizado anoche en el programa A Dos Voces de TN, había integrado el Batallón 121 que controló cinco centros clandestinos: fue condenado a prisión perpetua por los crímenes en esos centros junto al ex teniente Pascual Guerrieri en perjuicio de 28 víctimas, También recibió otra condena la supresión de identidad y desaparición de mellizos, hijos de dos desaparecidos, Raquel Negro y Tulio Valenzuela. Acumula cinco condenas en su contra en total.

Amelong podía ser urticante cuando quería. No tenía que esforzarse mucho. Cuando fue juzgado más de diez años atrás en el Tribunal Oral Federal N°1 de Rosario, llevó una extraña vincha provocativa: “Legalidad”, decía sobre una tela escrita con fibrón, que se calzó en la cabeza frente a los familiares de víctimas mientras reía. El Colegio de Abogados rosarino le revocó la matrícula para ejercer, peleó hasta la Corte Suprema para recuperarlo. El máximo tribunal se lo denegó.

Había estado preso junto a Jorge Rafael Videla desde el encarcelamiento en Campo de Mayo, los trasladaron en 2012 a Marcos Paz. Horas después de su muerte, Amelong envió al Juzgado Federal Nº3 de Morón, en ese entonces subrogado por Juan Pablo Salas, una declaración testimonial a modo de denuncia: acusaba al Servicio Penitenciario Federal y a sus médicos de una supuesta cadena de desidia y abandono que terminó en la muerte del dictador. Nelson Castro había publicado los documentos de esa denuncia en el diario Perfil. El nombre de Amelong había sido tachado en aquella nota.

Alguien que conocía bien la atmósfera de los condenados de lesa humanidad me lo confió: la denuncia correspondía a Amelong. Para ese entonces, el represor era un contacto frecuente en las asociaciones de civiles que en público declamaban una “memoria completa” para las víctimas de atentados de ERP y Montoneros, como las tantas que integró y encabezó Villarruel.

Esa misma persona, de trato cotidiano con Villarruel en aquel entonces, acordó una llamada. Amelong, acordó esta fuente, me contactaría desde el teléfono fijo del penal para un reportaje que luego fue publicado en la revista Noticias. Recibí el llamado en mi escritorio. Fue firme al hablar, sin devaneos.

―¿Qué sugiere que ocurrió con Videla?

―Hubo un encubrimiento. Cuando murió, nos cortaron los teléfonos, presenté un hábeas corpus para que nos los devuelvan. Hubo hechos llamativos, como la cantidad de personas que circulaban en su celda antes de que lleguen los peritos. A Videla lo veíamos mal, cada vez peor. Y acá lo que se encubre es que lo dejaron morir, por no decir que lo mataron.

―¿Cuándo lo vio por última vez?

―La noche antes de que muera. No había cenado, se lo veía de mal semblante. Di Pasquale había pedido que lo trasladen, pero no hubo resultado, más acompañado que Videla fue a declarar después de que se cayera por el Plan Cóndor, eso lo afectó muchísimo. Lo sacaban para declarar a las 4 de la mañana, apenas con un desayuno, sin almorzar, lo devolvían acá a las 8, 9 de la noche. Era un anciano. Tres veces por semana no podía hacerlo. Para todos es igual. Pedís un médico y aparece un enfermero a las 3, 4 horas. Pedís un medicamento y aparece a los 2, 3 días. Por eso en este módulo tenemos más de 10 muertos. Con Videla fue el décimo. Hay casos de igual o más complejidad, mucha gente mayor. El Servicio los ignora. No está la atención que corresponde. Las órdenes que vienen son evidentes en la discriminación que hay. Hay una aversión, no explícita, pero evidente.

Julio de 2012 el dictador Jorge Rafael Videla es escoltado por la policía en San Martín, provincia de Buenos Aires
Julio de 2012 el dictador Jorge Rafael Videla es escoltado por la policía en San Martín, provincia de Buenos Aires (Enrique García Medina/)

El represor atesoraba un recuerdo privado con Videla, una anécdota entre rejas. “Él fue director del Colegio Militar cuando yo me gradué, él me dio el sable y el despacho de subteniente. Conseguí una foto de ese momento y le pedí que me la firme”, contó.

Videla, sin su rango de teniente general, firmó con nombre y apellido. Amelong le pidió que lo incluya. Videla respondió: “Bueno, usted sabe cuál es mi situación”. Amelong dijo: “Si sus adversarios si le quieren quitar el grado, yo no voy a dejar de reconocerlo”. Entonces, Videla accedió, e incluyó su viejo rango sobre su nombre: “Teniente General”. “Era un general, así me dirigía yo a él. Su grado y personalidad sacrificial hacían que no se quejara de nada. Había mucho respeto hacia él y se lo seguimos teniendo”, aseguró.

Videla a veces tomaba un secador, empujaba el agua, pero no le permitían trapear el piso. “No correspondía a su rango”, dijo Amelong, como si todavía rigiera sobre ellos un código militar y una institución que los había expulsado del uniforme y de la historia, que los convertía en parias.

El dictador tenía su ranchada en el horario de la cena, su mesa de íntimos con los que comía. Amelong los contó uno por uno. Eran represores como el capitán Víctor Gallo, del Batallón de Inteligencia 601, que se apropió de un bebé luego recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo, el ex piloto Julio Alberto Poch -acusado de ser parte de los vuelos de la muerte- y el general Eduardo Cabanillas, jefe del centro clandestino Automotores Orletti, imputado por la muerte del hijo del escritor Juan Gelman. Nunca le permitían lavar los platos, ni siquiera los suyos. Secaba porque quería. El poder de mando de la dictadura, para él, nunca había terminado, no del todo.

De vez en cuando, Alfredo Astiz lo saludaba en sus paseos por el patio.

Una semana después de la muerte del dictador, el juez Juan Pablo Salas ni siquiera tenía una hipótesis de qué ocurrió. No tenía un reporte de autopsia completo, así como la historia clínica. Sabía de las fracturas que el dictador había sufrido el 12 de mayo cuando se cayó en la ducha: un golpe en cadera, costillas y esternón, una lesión en la pelvis. Salas, en privado, no se atrevía a hablar de un abandono médico, de una mala praxis, la teoría del represor Amelong. “Hemorragias internas” era un término que había llegado a su escritorio.

El penal de Marcos Paz, donde Videla y Amelong estuvieron detenidos
El penal de Marcos Paz, donde Videla y Amelong estuvieron detenidos

En junio de 2015, tres años después, el juez federal sobreseyó a tres médicos del SPF acusados de homicidio culposo. Aseguró que las fracturas de Videla resultaban imperceptibles en radiografías. La autopsia determinó que el jefe de la junta militar murió porque las pequeñas fracturas internas derivaron en hemorragias, una embolia pulmonar y finalmente en un paro cardíaco mientras estaba sentado en el inodoro de su celda.

Con el tiempo, Daniel Amelong fue trasladado al penal militar de Campo de Mayo. En abril de 2020 pidió salir con la excusa del coronavirus. La Sala III de la Cámara Federal de Casación se lo negó. Argumentó que tenía el Hospital Militar a pocos metros, que ante cualquier problema podría ir ahí. Luego, logró un arresto domiciliario.

En las últimas semanas, los camaristas federales Gustavo Hornos, Gustavo Carbajo y Mariano Borinsky, declararon “inadmisible” el último recurso presentado por el exmilitar y dispuso que volviera a prisión. Mientras tanto, Amelong guarda silencio sobre el destino de los cuerpos de sus víctimas y de uno de los hijos de Negro y Valenzuela.

Villarruel, que niega la existencia de los 30 mil desaparecidos y se niega a dar definiciones sobre si condenados como Amelong deberían estar libres, se convierte en una apologista del represor en un escenario nacional, en la recta final de una de las elecciones más reñidas de la historia de la democracia.

(La entrevista que es parte central de esta nota fue publicada originalmente en la revista Noticias. Edi Zunino, fallecido hoy jueves, fue su editor)

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